domingo, 14 de marzo de 2010

Capítulo 1


1

«Empezar de cero.»


M
arisa cerró los ojos y dejó que el agua de la ducha cayese desde su cabeza y resbalase a través de su espalda. Necesitaba la ducha matutina para conseguir que su cuerpo entrase en reacción, y más cuando el día se presentaba tan intenso como aquél.
Su padre llevaba días tildándola de exagerada y lo más probable es que tuviese razón. No era para tanto empezar de nueva en un colegio… pero por mucho que dijesen, no podía dejar de sentirse mal. Para ella, el más mínimo cambio ya suponía un gran esfuerzo; le costaba un mundo adaptarse a las nuevas situaciones y desde hacía unas semanas, se podía decir que su vida había sido un continuo cambio.
— ¡Marisa! – los porrazos al otro lado de la puerta hicieron que se le cayese la esponja de entre las manos — ¡Cómo no salgas en menos de dos minutos aviso a papá!
— ¡No te escucho! – canturreó a la vez que se agachaba.
Su hermano refunfuñó algo más y Marisa esbozó una sonrisa. Miguel era cinco años menor y la noticia del traslado le había caído aún peor que a ella. Era exagerado por naturaleza y a sus doce años, el haberse mudado de ciudad había supuesto poco menos que el fin del mundo. Encontraba pegas en cada rincón y se quejaba todo lo que podía y más. Apenas llevaban dos días en Santander, pero su hermano estaba consiguiendo que a todos les diesen ganas de regresar a la capital.
Salió de la ducha y se envolvió en un albornoz, enroscando su larga melena en una toalla.
— No voy a tener tiempo de desayunar, pesada – la recibió su hermano cuando ella salió del baño.
Miguel seguía esperando en el pasillo y la miraba con los brazos cruzados y con expresión ceñuda. Tenía el pelo castaño alborotado alrededor de la cara y los ojos aún legañosos. Le dedicó una última mirada hosca y se encerró pegando un portazo.
Marisa volteó los ojos y se encaminó hacia su habitación.
Aunque bueno, en algo tenía que darle la razón a su hermano. Era una auténtica lata disponer solamente de dos de los baños de la casa. Y no sólo se trataba de los baños… prácticamente la mitad de la mansión estaba en esos momentos inutilizable. La mudanza los había pillado por sorpresa a todos y su padre no había tenido tiempo de reformar la casa antes de ir a vivir a ella, por lo que tendrían que convivir con las obras hasta que estas terminasen.
Se trataba de una mansión que había pertenecido a la familia de su abuelo. Según este, principalmente la habían usado para pasar en ella los veranos, pero hacía lo menos cincuenta años que nadie la habitaba. Estaba situada en una de las zonas residenciales de la ciudad, con el mar de fondo y con un enorme jardín que la rodeaba. Si no fuese por el deterioro de los años sin usar, sería una casa de ensueño.
Entró en su habitación y se encontró con María, una prima de su abuelo que había vivido desde siempre con ellos, colocando su nuevo uniforme a los pies de la cama.
— Cariño, te dejo aquí esto – estiró con la mano una arruga que se había formado sobre la falda y se giró hacia ella – Está recién planchado.
— Gracias, yaya. — sonrió de forma amable y se sacó la toalla de la cabeza. María era lo más parecido a una abuela que había tenido, y en los últimos meses, se podía decir también que lo más parecido a una madre — ¿Dónde está Lucía?
— Abajo, con tu padre. Acaba de montar una pataleta porque no quería cereales de chocolate para desayunar.
Volteó los ojos y se sentó frente al viejo tocador que formaba parte del mobiliario de la habitación. Lucía era la menor de los tres hermanos, pero sin duda, a sus cinco años, era la que más carácter prometía tener en un futuro.
— Me ha dicho tu padre que a la tarde os traen vuestras cosas – continuó María a la vez que observaba con detenimiento la habitación – Supongo que estarás deseando tener todos tus muebles, ¿no?
Se encogió de hombros y comenzó a desenredarse el pelo. Sus antiguos muebles… Dudaba que quedasen demasiado bien en aquella casa. Y además, la habitación era perfecta tal cual estaba. Se podía decir que la mansión la había cautivado desde el primer momento, y muy especialmente aquél cuarto. Tenía algo… no podía explicarlo bien, pero cuando entró allí por primera vez, tuvo la sensación de regresar a casa. De regresar a su verdadero hogar.
— ¿En qué piensas, cielo?
— En nada – sacudió la cabeza y volvió a la tarea de desenredar los nudos de su pelo.
— Déjame a mí – le arrebató el cepillo de las manos y se colocó detrás de ella – Nunca se te ha dado muy bien esto de peinarte.
Curvó los labios en una sonrisa y se concentró en observar el reflejo de María a través del espejo del tocador. Era bajita y rechoncha, las arrugas se dibujaban de forma graciosa alrededor de sus ojos y de sus labios y aún conservaba ese brillo en la mirada que aparecía sólo cuando algo le interesaba realmente. No había llegado a conocer a ninguna de sus dos abuelas, pero dudaba que hubiesen sabido comprenderla mejor que María.
— No estés preocupada por el colegio – le dijo después de terminar con su pelo —, ya verás como consigues adaptarte perfectamente.
— Sabes que nunca se me ha dado bien adaptarme a nuevas situaciones.
— Nunca has tenido que adaptarte a nada – corrigió ella —, así que eso no lo sabes.
Quiso replicar algo, pero sabía que María tenía razón. En Madrid nunca tuvo la necesidad de cambiar de colegio, sus amigos eran los mismos desde que tenía 5 años y jamás habían tenido que hacer una mudanza. Hasta ahora… ahora era cuando se encontraba con que todo eso había cambiado de golpe.
— Venga, anímate – continuó María – Desde luego Celia, no conozco persona más negativa que tú…
Marisa frunció el ceño y la miró de forma curiosa.
— ¿Cómo me has llamado?
— ¿Cómo te voy a llamar? – preguntó con extrañeza – Pues por tu nombre…
— No, me has dicho Celia. — se volteó y la miró de frente. María se había quedado más blanca que la camisa que llevaba puesta. Se puso de pie y acortó un paso de distancia entre las dos — ¿Quién es Celia?
— Nadie – chasqueó la lengua y recogió la toalla mojada de forma apresurada – Habrá sido un despiste, no conozco a nadie que se llame así.
Y sin dejar tiempo a que Marisa insistiese más, salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Se rascó la frente y frunció los labios. No parecía que no conociese a ninguna Celia cuando la había llamado por ese nombre.
Marisa sacudió la cabeza y se acercó hasta los pies de la cama. Se le había ido el santo al cielo y al final terminaría llegando tarde el primer día de clase. Su hermano iba a matarla.


Se apeó del coche con una lentitud desesperante. Miguel resopló tras su espalda y su padre la miró con impaciencia, pero no por ello se dio más prisa en recoger todas sus cosas.
La entrada del colegio era un hervidero de estudiantes. De todas las edades y de todas las clases… Había un grupo de niñas de unos nueve años saltando a la comba en uno de los laterales del edificio, unas chicas de su edad sentadas en un banco y repasando lo que parecían ser los apuntes de alguna asignatura, niños pequeños de las manos de sus padres, un par de adolescentes esperando a alguien en la puerta de entrada… y mil grupos más.
Marisa no se veía capaz de encajar en ninguno de ellos.
Enredó un mechón de su pelo castaño en uno de sus dedos y empezó a jugar con él. Una mala costumbre; enredarse en el pelo cuando se ponía nerviosa.
— Más de media hora en coche desde que salimos de casa – protestó su hermano después de mirarse el reloj — ¿No podías habernos buscado un colegio más céntrico?
— Este es el mejor – contestó su padre por toda respuesta.
— Justamente enfrente de casa hay uno… — Miguel se colgó la mochila y miró el edificio con expresión de desagrado – Además, este tiene horario partido. ¡Es un horror tener clase mañana y tarde!
— Comeréis en el colegio – ayudó a Lucía a apearse y emprendió la marcha, sin hacer más caso a las quejas de Miguel.
— Sí, bueno… menudo alivio que es comer en el colegio. — contestó él con ironía – Quiero regresar a Madrid…
— ¡Qué pesado! – Marisa también se colgó su mochila y siguió a su padre. Su hermano solo estaba consiguiendo ponerla aún más nerviosa.
— ¿Acaso tú no piensas lo mismo?
— ¿Y qué más da lo que nosotros pensemos? – preguntó ella con un encogimiento de hombros – No tenemos más remedio que adaptarnos a todo esto.
— Pues menuda mierda.
— ¡Miguel! – su padre se volteó y lo miró de forma severa — ¡Cuida tus expresiones!
— ¿Es que ahora no podemos decir mierda?
— ¡Ya vale! – le advirtió antes de seguir caminando.
Marisa le lanzó una mirada suplicante y rogó porque Miguel no siguiese molestando. Lo que menos necesitaba era tragar con las protestas de su hermano y con el mal humor de su progenitor.
Llegaron hasta el hall y, después de despedirse de su padre, se separaron. Él se fue a acompañar a la pequeña hasta la zona de infantil, su hermano se dirigió hacia secundaria y ella siguió por el pasillo que comunicaba con bachiller.
No recordaba cómo había sido su primer día de colegio, pero estaba segura de que no lo había pasado tan mal. Todo es siempre más sencillo cuando se es una niña.
Torció a la derecha y desembocó en un pasillo atiborrado de gente. Unas cuantas miradas curiosas se posaron en ella y por un momento deseó ser invisible. Tiró del borde de su falda hacia abajo, de repente tenía la sensación de que era exageradamente corta, y aflojó ligeramente el nudo de su corbata. Respiró hondo y siguió caminando, intentando convencerse a sí misma de que realmente no la estaba mirando todo el mundo.
— No les hagas mucho caso. Es ver a alguien nuevo y quedarse como tontos.
Tardó un par de segundos en comprender que aquella voz se estaba dirigiendo a ella. Torció la cabeza hacia el lugar del que procedía y se encontró con una chica más o menos de su edad mirándola con curiosidad. Estaba sentada en un banco junto a una de las puertas, con las piernas cruzadas al modo indio y con una sonrisa divertida dibujada en su rostro. Sin duda, su aspecto era el que más desentonaba con el ambiente que reinaba en el colegio.
Tenía el pelo corto, despuntado y de un color rojo demasiado intenso. Sus enormes ojos oscuros contrastaban con su cara menuda y su sonrisa infantil le daba un aire inocente a su expresión. Llevaba la falda más larga que cualquiera de las otras chicas y el nudo de la corbata prácticamente colgando, las mangas del jersey le tapaban hasta mitad de la mano y tenía los calcetines encogidos a la altura del tobillo. Parecía dispuesta a desentonar todo lo que le fuese posible.
— Soy Lara – y mostrando una sonrisa de aprobación – Me gusta tu pelo.
— Gracias… — se rascó la frente y trató también de sonreír – Yo soy Marisa.
Se quedó observándola durante unos minutos. Se había quedado sin saber qué decir y eso hacía que se sintiese como una estúpida.
— ¿Eres nueva por aquí? – y antes de que Marisa tuviese tiempo siquiera de abrir la boca, ella misma se contestó a la pregunta – Menuda tontería… ¡Claro que eres nueva! No te había visto antes y en el colegio nos conocemos todos desde siempre… — volvió a mirarla y se hizo a un lado en el banco – Siéntate si quieres.
— Gracias – volvió a repetir una vez más.
— ¿Y cómo es que vienes con el curso ya empezado?
— A mi padre le trasladaron en el trabajo – explicó a la vez que paseaba la vista por cada uno de los estudiantes que había en el pasillo – El periódico para el que trabaja a abierto aquí una sucursal y le han enviado como director.
— ¿De dónde eres? – preguntó con curiosidad.
— De Madrid.
— Vaya… has tenido que notar cambio entre las dos ciudades.
— Un poco, la verdad – la miró y esbozó media sonrisa – Aunque tendrías que escuchar a mi hermano, parece que le hayamos traído al fin del mundo…
— Este colegio ESTÁ en el fin del mundo.
Se mordió el labio y volvió a desviar la vista, aprovechando el silencio en el que se habían sumido para observar con detenimiento al resto de sus compañeros.
Lo que más llamó su atención fue un grupo de cuatro chicas que estaban en la otra punta del pasillo. Se reían de algo que la más bajita de todas había comentado, tenían sus uniformes pulcramente colocados y por encima de todo, destacaban más que cualquier otra cosa. Era como si hubiese una especia de burbuja alrededor de ellas que las separaba del resto de estudiantes.
— ¿Has visto “Chicas malas”?
La pregunta de Lara la pilló tan desprevenida que tuvo que hacer un gran esfuerzo por ponerle sentido a sus palabras. Cuando finalmente comprendió que se refería a una película, frunció el ceño y asintió levemente.
— Pues ella es nuestra Regina George particular – continuó, señalando hacia el grupito que Marisa había estado observando.
— ¿Quién de las cuatro? – preguntó con una risita.
— La rubita, la más alta – y tras voltear los ojos – Dios… es insoportable.
Marisa volvió a reír y miró de nuevo hacia ellas. Ahora que se fijaba bien, saltaba a la vista quien era la que llevaba el mando. Sin poder evitarlo, la imagen de su mejor amiga vino a su mente. Físicamente tenía bastante parecido con aquella chica, y tenía que reconocer que en cuanto a popularidad tampoco andaba del todo mal…
Ella nunca había sido muy dada a llamar la atención o a destacar por encima de los demás, pero tenía que reconocer que en su antiguo colegio todo el mundo la conocía. Puede que simplemente fuese por ser la amiga de Ana, pero lo cierto era que estaba entre las más populares del curso.
— ¿Cómo se llama?
— Rebeca. Rebeca Casuso.
Antes de que pudiese decir algo más, un muchacho se acercó a ellas y se sentó a su lado.
— ¿Ya estás destilando tu veneno contra Rebequita?
— ¿Desde cuándo yo destilo veneno? – contestó Lara a la vez que alzaba una ceja de forma graciosa.
— Desde que aprendiste a hablar…
Marisa rió ante ese comentario y el joven se percató de su presencia. Tenía el pelo claro y los mismos ojos negros que Lara. Era atractivo… aunque él parecía no ser consciente de eso.
— Jaime mi primo, Marisa la nueva – presentó la pelirroja, pasando el brazo de uno a otro.
— Marisa la nueva… — repitió ella casi para sí misma – Supongo que durante unos meses todo el mundo me llamará así.
— Más bien di durante todo el curso – matizó Lara – O al menos, hasta que aparezca otro “nuevo”.
— Eres de un delicado… — la reprendió su primo. Se giró hacia Marisa y suavizó la expresión – Si alguna vez esta pringada te llega a molestar, me buscas y la pongo en su sitio.
— ¡Serás idiota! – Lara le pegó una colleja y él sacó la lengua de forma burlona justo antes de levantarse y de alejarse a través del pasillo. – Ni caso… — continuó diciendo cuando se quedaron solas – Es un pardillo de primero.
— Parece simpático…
— Es mi primo – contestó con un guiño, como si eso explicase cualquier cosa.
Marisa sonrió y ambas se levantaron al ver que el pasillo empezaba a vaciarse. Lara la guió hasta la clase y se las ingenió para convencer al muchacho que se sentaba a su lado de que dejase el asiento libre. Ella intentó oponerse, no quería llegar y encima avasallar, pero ni al chico pareció importarle ni la pelirroja parecía dispuesta a ceder. Así que desistió y se acercó hasta la mesa de la profesora para entregar unos papeles que le habían dado en secretaría el día anterior.
Podía notar las miradas de toda la clase fijas en ella y se reprochó el no haber entrado antes de tiempo. Se hubiese ahorrado el paseo por la tarima.
— ¡Ah, sí! ¿Eres la chica nueva? – exclamó la profesora después de que le hubiese entregado los informes – Ven, que te presento.
Y la obligó a situarse frente a toda la clase. La curiosidad de sus compañeros creció por momentos y ella se puso aún más nerviosa de lo que había estado en toda la mañana. La falda volvió a parecerle corta y la corbata de nuevo la ahogaba. Puede que no la mirasen con más interés que antes, pero ahora no tenían porque disimular y podían clavar sus ojos en ella de lleno. Resultaba realmente incómodo.
— ¡Un poco de atención, chicos!
Marisa se mordió el labio inferior y desvió la mirada hacia el suelo. Lo que menos necesitaba era más atención todavía.
— Bueno, ya os había avisado de que esta semana iba a empezar una alumna nueva. — se colocó detrás de ella y posó las manos sobre sus hombros – Ella es Marisa… – y tras revisar uno de las hojas de encima de su mesa – Marisa Secades. Acaba de mudarse de Madrid y… — se interrumpió y la miró con una sonrisa – Pero mejor que se presente ella misma.
Los ojos se le abrieron de forma exagerada y sintió que toda la sangre de su cuerpo se agolpaba en sus mejillas. No podía creer que fuesen a hacer que hablase en público. Respiró hondo y se tomó unos minutos antes de decir nada, observando ella a la clase. En la tercera fila reconoció a Rebeca, sentada junto a otra de las chicas que había visto en el pasillo y con las otras dos en los pupitres de la fila de detrás. La más morena de las cuatro empezó a reír por lo bajo y a ella le entraron ganas de esconderse debajo de la mesa. Se sentía igual de incómoda que en las actuaciones de fin de curso.
— Pues… — carraspeó y se decidió a hablar antes de terminar pareciendo idiota – ya habéis oído, me llamo Marisa y antes vivía en Madrid. Nos mudam…
Pero no pudo seguir hablando porque la puerta de clase se abrió de forma estrepitosa. Un joven entró cargando una escalera y lo que parecía un fluorescente. Sonrió a modo de disculpa y prácticamente la mitad de la clase perdió el interés en lo que Marisa pudiese decirles. La mitad de la clase perteneciente al género femenino, más concretamente.
— Siento la interrupción, Encarna – se disculpó el muchacho – Pero Eusebio me ha pedido si podía venir a cambiar la luz.
— No importa – contestó ella con resignación —, ya que has interrumpido pasa.
Marisa se quedó inmóvil en la tarima observando al joven. No sabía quién era, pero incluso la tal Rebeca parecía interesada en él. Calculó que tendría unos veintitantos años, era alto y parecía estar en forma. No es que fuese tremendamente guapo, más bien era un chico corriente, pero tenía un encanto natural que hacía que más de la mitad de la clase le estuviese mirando en esos momentos.
Cerró la puerta de una patada y sin dejar que se le resbalase el fluorescente de debajo del brazo, se acercó a donde se encontraban ella y la profesora. Tenía el pelo corto y oscuro y los ojos de color castaño. Como le había parecido en un principio, un chico resultón, pero no hasta el punto de dejar a todo el mundo con la boca abierta.
— ¿Me dejas? – le preguntó a Marisa a la vez que guiñaba un ojo.
Ella se apartó de un salto y a punto estuvo de dar un traspiés y caerse de la tarima. Agradeció enormemente no ser el centro de atención en aquellos momentos… Dio media vuelta y regresó junto a Lara antes de que Encarna volviese a recordar su presentación. Tenía claro que no pensaba contar su vida mientras el chico de los recados cambiaba una bombilla.
— ¿Quién es ese? – le preguntó a su compañera, agradeciendo que ella no estuviese tan embobada como las demás.
— Lucas – contestó Lara con simpleza.
— Lucas… ¿qué? – y al ver la expresión de desconcierto con la que la miraba — ¿Qué hace?
— No sé… — arrugó la nariz y miró hacia él con la cabeza ladeada – Un poco de todo. Oficialmente conduce el autobús, pero se pasa el día en el colegio – y mirando a Marisa de forma perspicaz — ¿Te ha gustado?
Ella volteó los ojos – Por lo visto le gusta a todo el mundo…
Lara soltó una risita y se tapó la boca con ambas manos.
— Parecen aún más idiotas, ¿no crees? – dijo mirando directamente al grupo de Rebeca.
Marisa asintió y contuvo las ganas de echarse a reír. No le gustaría nada tener la cara de boba que tenían ellas en aquel instante.
Entonces Rebeca se levantó y con la excusa de tirar algo a la papelera, se acercó hasta Lucas. Susurró algo cuando pasó por su lado y el curvó los labios en una sonrisa. Encarna les lanzó una mirada severa y ella le dedicó un guiño antes de regresar a su asiento.
Marisa intercambió una mirada con Lara. Definitivamente, esperaba no llegar a comportarse nunca de forma tan ridícula.


Entró en su habitación y se tiró encima de la enorme cama. El día no había resultado tan terrible como había esperado en un principio, más bien al contrario. Si alguien le hubiese contado que terminaría congeniando con una persona como Lara, no lo hubiera creído. Tenía un carácter completamente contrario al suyo, pero pese a eso, parecían haber encajado bastante bien.
Bostezó de forma sonora y se levantó. El cuarto estaba lleno de cajas en las que tenía guardadas todas sus cosas. Los libros, las fotos, los peluches, los Cds, ropa… Debían de haberlas traído durante el trascurso del día, mientras ellos se encontraban en el colegio. Se agacho junto a una de las cajas y la abrió, pero antes de empezar a desempaquetar, se dio cuenta de que aún no habían terminado de desmontar los viejos muebles de la habitación. Habían sacado la cómoda y el tocador, pero la cama y un viejo sillón aún seguían en su lugar. Se asomó a la ventana y descubrió a los obreros descargando el camión de la mudanza, su padre les estaba dando alguna orden y su hermano molestaba con sus habituales protestas. Se preguntó que habría hecho con las cosas viejas…
Y entonces recordó algo. Los ojos se le abrieron como platos y se golpeó la frente. Había dejado su libro preferido sobre la antigua cómoda. Dio un rodeo sobre sí misma y echó un vistazo rápido. Ni rastro del libro.
Resopló y salió del cuarto, rogando para que no lo hubiesen tirado a la basura. Ese libro había sido de su madre, y le tenía más cariño por eso que por la historia que contaba.
— ¡Yaya! – se asomó a la barandilla de la escalera y llamó a María desde allí arriba — ¿Has visto mi libro?
— ¿Qué libro? – preguntó ella, también gritando para hacerse escuchar.
— El que estaba sobre los muebles viejos, ¿qué han hecho con ellos?
— Creo que están en el desván.
El desván… Ahogó un sollozo y se encaminó hacia la trampilla que conducía a las escaleras del desván. No soportaba los desvanes; había polvo, arañas y ratones. Y ella odiaba esas tres cosas.
Cuando entró, no pudo evitar un estremecimiento a causa de la gruesa capa de polvo amontonada por todos los rincones. Aquello tenía que ser un criadero de gérmenes… Arrugó la nariz y buscó sus muebles, el libro tenía que estar junto a ellos.
Se detuvo un instante para observar con detenimiento la enorme habitación. Había todo tipo de objetos. Armarios viejos, percheros, mesas, baúles, estanterías, antiguos juguetes… Estiró un brazo y deslizó la mano por encima de una apolillada muñeca de porcelana. Había lo menos una docena de muñecas sobre aquella cómoda. Se sentía igual que si hubiese vuelto cincuenta años atrás en el tiempo. Los muebles, la ropa… Puede que nunca le hubiesen gustado los desvanes, pero desde luego, tenía que reconocer que aquél lugar tenía algo mágico.
Siguió avanzando y llegó hasta un escritorio que se encontraba pegado a la pared derecha de la buhardilla. Pasó una mano por la superficie de la mesa y descubrió que tenía uno de los cajones ligeramente entornado. Se inclinó un poco y sin poder contener la curiosidad, terminó de abrirlo por completo. Dentro había una especie de libro o cuaderno, con las cubiertas desgastadas y con olor a cerrado. Lo cogió con cuidado y pasó la manga del jersey por encima de la superficie, limpiando de ese modo la capa de polvo que lo cubría.

“Celia Secades”

El nombre grabado en la tapa hizo que se sorprendiese casi más que si hubiese encontrado su propio nombre. Celia… No era necesario pensar demasiado para adivinar que se trataba de la misma Celia que María había nombrado por la mañana.
Sin perder más tiempo, lo abrió y buscó la primera hoja que estuviese escrita.
Se trataba de un diario.


3 de Julio de 1951.

He vuelto a discutir con mamá.
Otra vez.
Creo que ya es la tercera de esta semana y no sé si podré seguir así por mucho más tiempo. No me gusta pelearme con ella, hace que me sienta mal… es una de las cosas que menos me gusta hacer, pero últimamente saltamos a la mínima.
Quiero salir de aquí. Las paredes de la mansión empiezan a ahogarme y no entiendo porque no puedo salir siquiera a dar una vuelta. No me voy a perder… Llevamos en Santander más de dos semanas y lo único que he hecho es pasear por el jardín. Me conozco cada árbol de memoria… es desesperante.
Ayer Carlos salió con papá antes de que amaneciese y no volvieron hasta media tarde. Mi madre dice que fueron a pescar, ¿por qué no me llevaron? Seguro que la pesca es mucho más entretenida que hacer ganchillo… No entiendo qué tiene de ventajoso veranear en una ciudad costera si lo único que ves de la costa es el trozo de mar que se divisa desde la ventana de tu habitación.
Pero bueno, afortunadamente María está con nosotros. No sé que hubiese sido de mis vacaciones si ella no llega a venir… Nos costó bastante convencer a la tía de que la dejase. ¡Tres meses sin ver a su hija! Según ella, eso era mucho más de lo que una madre podía separarse… Es una exagerada. María está disfrutando más que nadie y nosotros estamos encantados de tenerla en la casa…


Marisa apartó los ojos del cuaderno y miró hacia el frente. María… no era necesario hacer muchos esfuerzos para comprender que la María del diario era la misma María que había vivido siempre con ella.

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