jueves, 18 de marzo de 2010

Capítulo 2: Celia

2

«Celia.»


A
poyó la cabeza contra el tronco del árbol bajo el que estaba sentada y cerró los ojos. Los obreros seguían montando su habitación, así que tuvo que salirse al jardín a esperar a que terminasen.
Podría quedarse dormida de un momento a otro, con el sol pegándole de lleno en la cara y con el ruido que estaba haciendo Lucía al saltar encima de los montones de hojas secas caídas de los árboles. Apretó con fuerza el diario contra su pecho y volvió a preguntarse acerca de Celia. No se había atrevido a encarar a María, aunque la curiosidad que sentía seguramente hiciese que al final terminase preguntándole al respecto.
— ¡Hola, chica nueva! – exclamó alguien desde algún punto del jardín.
Marisa abrió los ojos y miró hacia ambos lados con sorpresa. No había nadie allí excepción de su hermana, quién seguía jugando con las hojas sin preocuparse por nada más. Frunció el ceño e intentó localizar a Miguel, pero tampoco había rastro de su hermano.
Empezaba a pensar que todo había sido cosa de su imaginación, cuando la voz volvió a hablar.
— ¿Qué haces que tienes esa cara de aburrimiento?
Se empezó a mosquear y se levantó pegando un salto. Dio un rodeo sobre sí misma, intentando de ese modo localizar al dueño de la voz, pero de nuevo se encontró con que nadie las acompañaba en el jardín.
— ¡Eh! ¡Tchss! – siguió insistiendo – Aquí arriba, chica nueva.
Se volteó y alzó la cabeza. Tuvo que contener una sonrisa al encontrarse con el primo de Lara subido al árbol de la casa de al lado.
— ¿Acaso no te dijo tu prima como me llamaba? – preguntó alzando la barbilla.
— Seguramente… — se encogió de hombros y dejó escapar media sonrisa —, pero no lo recuerdo.
Marisa volteó la mirada y volvió a sentarse a los pies del árbol, sin apartar ni un segundo sus ojos de los de Jaime. Estaba convencida de que no podría durar mucho subido a las ramas y no quería perderse el momento de la caída.
— Por lo visto somos vecinos, chica nueva – continuó él.
— Es Marisa.
— ¿Qué?
— Que me llamo Marisa, no “Chica nueva”.
— Bueno, — contestó Jaime como si eso no fuese importante – pues ahora somos vecinos, Marisa.
— ¿Y tienes por costumbre espiar a tus vecinos desde la copa de un árbol?
— Yo no te estaba espiando – Jaime entrecerró los ojos y señaló a Lucía con el dedo – La estaba espiando a ella cuando vi que tú estabas aquí sentada.
— ¿Y qué tiene de interesante una niña de cinco años?
— Está saltando sobre las hojas – y mirando con aire nostálgico – Me encanta pisar las hojas del otoño…
— ¿Te habían dicho alguna vez que eres muy raro?
— Mi madre me lo repite cada día…
Marisa curvó los labios en media sonrisa y desvió la mirada hacia el diario. Jaime seguía mirándola desde la otra parte del muro que separaba los jardines y ella empezó a sentirse incómoda con el escrutinio. Nunca se había sentido a gusto cuando alguien la miraba con esa curiosidad… Intentó parecer indiferente y abrió el diario por la primera página. No pensaba leer con Jaime observando, pero necesitaba parecer ocupada en algo.
— ¿Qué es eso?
— ¿Qué es qué? – Marisa apartó los ojos de las páginas y le miró.
— Eso… ese libro. ¿Qué es?
— Tú mismo lo has dicho, un libro.
— ¿Tan antiguo? – arrugó la nariz y frunció los labios – Parecen un montón de hojas inservibles.
— ¿No te gusta leer? – preguntó ella con curiosidad.
— ¿Quién ha dicho que no me guste leer?
— “Parecen un montón de hojas inservibles” – contestó ella imitando el tono y la expresión de Jaime – Nadie que aprecie la lectura calificaría un libro de esa forma.
— Pero es que eso no es un libro.
Ella alzó una ceja de forma escéptica, pero no contestó nada. Volvió a mirar hacia el diario y respiró hondo. Claro que aquello no era un libro, pero eso no tenía nada que ver con que lo que estuviese escrito se pudiese o no se pudiese leer.
— ¿Te apetece hacer algo? – la distrajo él una vez más.
— ¿Hacer algo? – repitió Marisa — ¿Algo como qué?
— No sé… — se encogió de hombros – Dar un paseo, conocer la ciudad… Seguro que todavía no conoces ningún sitio interesante.
— ¿Y acaso tú sí? – preguntó con burla.
— Aquí donde me ves, soy uno de los tíos más enrollados de todo el colegio – y poniendo una mano sobre la comisura de los labios, del mismo modo que si fuese a hacer una confidencia – Pero no se lo digas a nadie, me gustaría mantener la imagen de pardillo y empollón que tengo entre mis compañeros.
Marisa soltó una carcajada y se puso de pie. No tenía muchas ganas de salir, pero Jaime le había caído tan simpático que estaba segura que iba a disfrutar enormemente de su compañía.
— ¡Epa! – exclamó al ver las intenciones de él de saltar el muro — ¿Adónde crees que vas?
— A buscarte – contestó con simpleza Jaime.
— ¿Saltando desde ese árbol a mi casa? – y moviendo la cabeza en gesto de negación – No creo que a mi padre le parezca bien algo así.
— ¿Y me vas a obligar a recorrerme todo mi jardín, salir a la calle y cruzar todo el tuyo hasta llegar a la puerta de tu casa?
— Eso es lo que haría una persona normal, sí.
— Qué pérdida de tiempo… — Jaime suspiró con resignación y desapareció.
Marisa esperó unos segundos con el corazón algo acelerado. ¿Se había caído? Agudizó el oído para ver si escuchaba algún quejido lastimero, pero al comprobar que no había nada raro al otro lado de la tapia se encaminó hacia la casa. Seguramente Jaime no tardaría ni cinco minutos en llamar a su puerta y lo mejor sería avisarle a su padre o a María de que iba a salir antes de que el muchacho apareciese.


Recorrió el escaso camino entre su casa y la de Marisa de una carrera. La verja de entrada estaba abierta, así que pasó al jardín sin necesidad de que nadie le abriese.
Había vivido toda su vida allí y la mansión contigua a su casa había permanecido siempre deshabitada. Recordaba la de veces que él y su prima habían intentado traspasar los muros cuando eran pequeños, pero cada vez que se encontraban a punto de hacerlo, alguno de los dos se echaba para atrás.
La casa imponía. Ahora que había gente viviendo allí quizás no tanto, pero Jaime siempre había encontrado un halo de misterio impresionante alrededor de ella.
— ¿Y tú quien eres? – preguntó alguien, haciendo que apartase la vista de la fachada de piedra.
Giró en redondo y se encontró con un crío de unos diez o doce años detrás de él, sosteniendo un balón y mirándolo con expresión arisca.
— Me llamo Jaime – se presentó él —, he quedado con Marisa…
— ¿Con quién? – preguntó, conteniendo una carcajada.
Por alguna razón que no llegaba a entender, al niño parecía haberle causado bastante gracia que hubiese quedado con ella. Jaime frunció el ceño y ladeó la cabeza, esperando a que el chaval dejase de reír.
— Perdona – se disculpó después de unos minutos —, pero me cuesta creer que mi hermana haya hecho amigos tan rápido.
— ¿Marisa es tu hermana?
— Por desgracia, sí. Yo soy Miguel – y señalando hacia la pequeña, que seguía enredando con las hojas – y ella es Lucía.
Miguel tiró el balón al suelo y de una patada lo lanzó hasta la otra punta del jardín.
— ¿Quieres jugar? – preguntó a la vez que empezaba a correr.
— No, gracias – Jaime se rascó la frente y dio un paso atrás – No se me da muy bien.
Miguel le miró, se encogió de hombros con indiferencia y se alejó hacia el extremo por el que había desaparecido el balón. Fútbol… bastante tenía con el del colegio como para encima ponerse a jugar en su tiempo libre.
Llegó junto a la entrada de la casa y antes de que tuviese tiempo de tocar el timbre, una señora abrió la puerta.
— ¿Jaime? – preguntó mirándolo de arriba abajo. Él se limitó a asentir con la cabeza – Pasa, ahora baja Marisa.
Sin poder evitar cierta incomodidad, pasó al interior de la mansión. Supuso que la señora que le había recibido sería la abuela de Marisa. No se parecían demasiado… pero tenía la misma ternura en la mirada que a veces descubría en los ojos de ella.
— ¿Así que eres el muchacho de la casa de al lado?
— Sí, pero nos conocemos del colegio.
— Ya me ha contado Marisa – y sonriendo de forma amable – Pero siéntate, ha subido a cambiarse de ropa y lo mismo tarda un rato.
— Estoy bien así, gracias.
Pero la mujer no le hizo mucho más caso, ya que algo al otro lado de la ventana llamó su atención. Se acercó para observar el jardín con más detenimiento y salió de la sala refunfuñando y a toda velocidad. Jaime se pegó al ventanal y comprobó que la niña pequeña parecía a punto de echarse a llorar a causa de algo que Miguel le estaba diciendo.
Se volteó y miró con curiosidad cada rincón de la habitación. Salvo por los muebles, que seguramente hubiesen traído de su anterior casa, la mansión era tal y como siempre se la había imaginado. Antigua, clásica y enorme. Los techos eran altísimos y de ellos colgaban viejas lámparas algo emperifolladas. Se preguntó cómo serían los salones más grandes si aquella pequeña minúscula sala parecía ya tan importante.
Escuchó pisadas bajando las escaleras y salió a recibir a Marisa al vestíbulo. Se había cambiado el uniforme del colegio por unos vaqueros y una sudadera. A diferencia de por la mañana, llevaba la larga melena recogida en una coleta y se había soltado las horquillas que amarraban su flequillo, haciendo que ahora le cayese de forma recta sobre la frente. El color azul de sus ojos resaltaba aún más cuando se peinaba de esa forma.
— ¿Qué me miras? – le preguntó ella cuando termino de bajar el último escalón.
— Nada… — carraspeó y dio un paso atrás – Tus ojos… son azules – ella frunció el ceño y contuvo una sonrisa. Aquella afirmación era demasiado obvia – Esta mañana me había dado la sensación de que eran verdes.
— Son azules – contestó a la vez que negaba con la cabeza – Siempre.
— Es lógico — continuó él más para sí mismo –, los ojos suelen ser de un solo color, no cambian dependiendo del tiempo…
— ¿Te encuentras bien?
— Claro, perfectamente – y esbozando una amplia sonrisa — ¿Nos vamos?
Marisa lo miró con algo de desconfianza, pero asintió y se adelantó hasta la puerta. El la siguió, reprochándose a sí mismo el comportamiento tan estúpido que estaba teniendo.


No recordaba haberse reído tanto en años, y mucho menos reírse por cosas tan tontas. Llevaban horas caminando, Jaime le había enseñado prácticamente toda la ciudad y le había hablado de cada compañero del colegio. En esos momentos, sentía como si en vez de dos días llevase viviendo allí dos años.
— ¿Y qué es lo peor del colegio? – hablaba mirando de frente a él, caminando hacia atrás y guardando un par de metros de distancia entre los dos – En mi otra escuela lo peor era el conserje – y volteando los ojos –. Se pasaba la vida persiguiéndonos a ver si nos encontraba en alguna falta.
— ¿Solías saltarte las reglas? – preguntó él alzando ambas cejas.
— Yo no… — arrugó la nariz y ladeó la cabeza – pero mi mejor amiga sí.
— ¡Ah! ¡Entonces has ido a conocer a la persona adecuada! – exclamó ampliando su sonrisa – A Lara no hay cosa que le guste más que cabrear a los profesores.
— Pero dime qué es lo peor del colegio – insistió ella.
— ¿Lo peor? A ver, no sé… Mi prima te diría que lo peor es Rebeca, pero Lara es una exagerada – entrecerró los ojos y pensó más a fondo – Lo peor creo que el fútbol.
— ¿Qué? – dejó caer la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada – Va, Jaime… que hablo en serio.
— ¡Y yo!
Le miró y fue reduciendo la sonrisa al comprobar que no bromeaba. Aunque no entendía muy bien… lo peor de un colegio no podía ser el fútbol. A lo sumo podía no gustarte, pero siempre tenías la opción de pasar de él y listo.
— ¿Cómo que lo peor es el fútbol?
— No me gusta el fútbol – contestó Jaime con simpleza.
— ¡Pero eso no es malo! Si no te gusta no juegas, pero no tiene porque ser LO PEOR.
— Las cosas no son tan sencillas.
Jaime aceleró el pasó y la adelantó. Marisa permaneció un par de segundos inmóvil, con la boca abierta y sin entender el cambio tan brusco que había pegado el humor de él.
— ¿Ocurre algo? – preguntó poniéndose a su altura. – Parece que te hubieses enfadado…
— No estoy enfadado. – respondió con tono arisco.
— Jaime – Marisa dejó de andar y le obligó a que también se detuviese — ¿Qué te pasa?
Vale que apenas le conocía, pero en todo lo que llevaban de tarde no había habido ni un solo momento en que su tono no hubiese sido jocoso. No entendía ese cambio tan repentino.
— Lo siento – respondió a la vez que se restregaba las manos por la cara —, no es contigo… Es que mañana se abren las inscripciones para el equipo del colegio.
— ¿Y…? – le animó a seguir.
— Y no me queda más remedio que apuntarme ¡Pero yo ODIO el futbol! – se revolvió el pelo y reanudó la marcha – Y encima se me da fatal.
— ¿Y por qué te apuntas entonces? – Marisa seguía sin entender donde encontraba lo horrible de la situación – Seguro que hay mil cosas que se te dan mejor y que encima te gustan, deberías…
— ¡No puedo apuntarme a otras cosas! – interrumpió Jaime sin dejar que terminase – Mi padre quiere que juegue al fútbol.
— Pero es tu padre el que quiere, no tú. Seguro que si le cuentas…
— No – la interrumpió una vez más —, llevo años intentando hacerle cambiar de idea y no me hace ni caso. Él jugaba al fútbol, sus hermanos jugaban, mi hermano el mayor también… y se supone que debo ser lo menos igual de bueno de lo que ellos eran.
— ¿Y mañana se abren las inscripciones?
Jaime asintió de forma pesada.
— Tendré que estar el primero para poner mi nombre en la estúpida lista.
— Estamos ya a mediados de octubre – apuntó Marisa — ¿Cómo es que no habéis montado el equipo hasta ahora?
— No sé – Jaime se encogió de hombros con indiferencia —, creo que por algo relacionado con el entrenador.
— Así que mañana salen las listas de inscripción… — repitió de igual forma que si hablase consigo misma.
Entendía a Jaime, pero no podía compartir su punto de vista con respecto al fútbol. Ella adoraba jugar… y había tenido la suerte de entrar al colegio a tiempo de apuntarse.
Una de las cosas que más le había costado dejar en Madrid había sido su antiguo equipo. Llevaba en él desde que tenía siete años y prácticamente lo más duro de todo el traslado fue creer que tendría que pasar un año entero sin practicar fútbol.
— ¿Por qué sonríes?
Se mordió el labio y le miró con algo de culpa.
— Por lo del fútbol…
— No entiendo que tiene que ver eso contigo.
— ¡Adoro el fútbol! – exclamó con entusiasmo — Para ti será un fastidio y todo eso, pero a mí no hay cosa que me guste más.
Pegó un salto y amplió su sonrisa. Todavía no podía creerse que tuviese la posibilidad de jugar con el colegio. Jaime, Lara, y ahora eso… estaba segura de que su primer día no podía haber ido mejor.
— Pero tú no vas a poder jugar.
Frenó en seco y borró automáticamente la sonrisa de su cara. No era la primera vez que alguien le decía algo así.
— ¿Y por qué no voy a poder jugar? – preguntó de manera desafiante – Por lo que me acabas de contar, te aseguro que soy una jugadora diez veces mejor que tú.
— ¡Bueno, bueno! ¡No te la tomes conmigo! – se defendió, alzando las manos por delante del pecho – Que no soy yo quién pone las normas. Nada me gustaría más que cederte mi puesto…
— ¿De qué normas hablas? – Marisa frunció el ceño y alzó la barbilla, aún con algo de desconfianza.
— Las chicas no pueden jugar – respondió de forma simple.
— ¡¿Qué?! – abrió la boca y ahogó un bufido — ¿Qué tontería es esa? Nunca había oído nada tan retrógrado. ¡Ni que viviésemos en el siglo pasado!
— No creo que sea por machismo.
Marisa alzó una ceja y lo miró de forma escéptica. A ella no se le ocurría otra razón por la que no dejasen jugar a las mujeres.
— Es que no tenemos equipo femenino – explicó Jaime – Ninguna chica quiere jugar, así que no hay equipo.
— ¡Yo sí quiero jugar!
— Pero tú acabas de llegar nueva.
— Bueno, ¡pues que monten el equipo ahora!
Jaime se echó a reír y ella cruzó los brazos por delante del pecho con fuerza, ofendiéndose por la actitud de él. No estaba precisamente para que la tomasen a chiste…
— ¡¿Quieres dejar de reírte?!
— Perdona, — dejó escapar media sonrisa y la miró – pero es que tienes cada idea… ¿Cómo van a montar un equipo para una sola persona?
Marisa entrecerró los ojos de forma desafiante.
— No lo sé, pero yo pienso jugar este año me digan lo que me digan.
Dio la conversación por zanjada y aceleró el paso adelantándose a Jaime. Como su padre solía decir, a cabezona no le ganaba nadie. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, no paraba hasta conseguirlo. Y no sabía cómo, pero pensaba entrar en el equipo de fútbol, aunque fuese formando parte del masculino.
— ¡Eh, guerrillera! – la llamó Jaime a sus espaldas después de unos minutos — ¡Qué te pasas de casa!
Se detuvo y miró la verja de la casa que tenía al lado. Era la suya… Cuando se volteó, Jaime la miraba con la cabeza ligeramente ladeada y con una sonrisa amenazando por asomar en sus labios.
— No me llames guerrillera – contestó ella, aún algo enfurruñada.
— ¿Y cómo quieres que te diga? Si pareces dispuesta a armar una guerra en el colegio…
No quería hacerlo, pero finalmente terminó sonriendo. Jaime había recuperado el ánimo de por la tarde y simplemente por eso, la pequeña disputa ya merecía la pena.
— No me llames guerrillera que entonces yo te llamo enano.
— ¿Y por qué enano? – preguntó intentando parecer intrigado.
— Pues porque eres un enano – Marisa hizo una mueca y se encogió de hombros – Un enano de primer curso…
— ¡Habló! ¡La madura de segundo!
Se echó a reír y abrió la verja del jardín. Estaba ya anocheciendo y lo mejor sería entrar en casa antes de que su padre se enfadase y la prohibiese salir en otra ocasión.
— ¿Nos vemos mañana?
— A primera hora en la parada del autobús – contestó ella con un guiño.
Esperó a que él se alejase hacia su casa y cruzó corriendo el pedazo de jardín que le quedaba hasta llegar a la puerta. Ahora que Jaime no estaba, las ganas de regresar a su habitación y empezar a leer el diario habían vuelto a ella de igual forma que si hubiese estado toda la tarde pensando en ello.
Saludó con un grito y subió directa a su cuarto. Habían tomado algo fuera, así que no tenía ganas de cenar. Lo que realmente quería era descubrir algo más acerca del misterio del diario… y sabía que la única forma de hacerlo era leyéndolo, preguntarle a María había quedado completamente descartado.
Se quitó las playeras pegando una patada y se dejó caer tumbada sobre la cama, sacando el viejo cuaderno de debajo de su almohada.



4 de Julio de 1951.

Hace calor. Un día de este calor pegajoso en el que parece que cueste hasta respirar.
A última hora de la tarde, aburrida de estar sin hacer nada, salí al jardín junto a María. Nos hemos acostumbrado a sentarnos allí a la hora del atardecer, es sin duda la mejor hora del día. El calor sofocante se calma un poco y la brisa del mar nos llega desde la playa, haciendo que el ambiente se empiece a refrescar.
— ¿Qué te pasa? – le pregunté, viendo que llevábamos casi media hora en silencio.
— ¿A mí? – me miró con extrañeza – Nada… ¿Qué me va a pasar?
— Pareces triste…
— ¿Triste? – su voz reflejaba sorpresa. Se apresuró a negar con la cabeza y esbozó una sonrisa, aunque el brillo no le llegó a los ojos – No podría estar triste.
Se soltó el moño que recogía su melena castaña y se tumbó mirando hacia el cielo. La observé durante unos segundos y la imité, María es una de las personas a las que mejor conozco… y en aquellos momentos, aunque se negase a reconocerlo, algo le pasaba. Respiré hondo y cerré los ojos, sabía que lo mejor era no presionarla. Si quería hablar lo terminaría haciendo por su propia voluntad.
— Celia... – abrí un ojo y me puse una mano sobre la frente a modo de visera. El sol a esa hora de la tarde hacia mucho más daño que durante el resto del día — ¿Puedo preguntarte algo?
— Claro – me incorporé un poco y la miré, sosteniéndome con los codos apoyados sobre la hierba.
— ¿Cómo es estar enamorada?
Cerré la boca y fruncí el ceño con confusión. No me hubiese esperado una pregunta de ese estilo ni en un año…
— ¿Estar enamorada? Pues no sé, María.
— ¿Qué se siente? – siguió insistiendo ella – Tú lo tienes que saber.
— ¿Y por qué lo voy a tener que saber?
Alcé las cejas y negué con la cabeza, indicándole que no tenía ni la menor idea de los sentimientos sobre los que me estaba preguntando.
Estar enamorada… lo único que conozco del amor es lo que leo en las historias románticas de algunos libros. No creo que eso me sirva para resolverle las dudas a María.
— ¡Pero tú eres mayor que yo! – se sentó sobre sus rodillas y me miró expectante, pensando que realmente podría hablar sobre el tema.
— No soy tan mayor – protesté.
María es solo dos años más pequeña, pero por alguna razón que no llego a comprender, me ve como un ejemplo a seguir, como si yo fuese una hermana mayor a la que pedir consejo. Aunque sinceramente, no creo que yo sea la persona más adecuada para resolver todas sus dudas.
— ¿Pero por qué tantas preguntas? – alcé una ceja y la miré con curiosidad — ¿De quién te has enamorado tú?
— ¡De nadie! – me contestó con la mayor rapidez posible.
Volvió a tumbarse sobre el césped y desvió la mirada. María empezó a sonrojarse y yo contuve una sonrisa. Estaba a punto de preguntarle acerca del chico que la tenía así, cuando mi madre salió de la casa y nos interrumpió.
— Vamos a cenar enseguida – nos anunció cuando llegó a nuestro lado –, lo mejor es que vayáis entrando al comedor.
María se levantó antes de que yo tuviese tiempo siquiera de sentarme, echó a correr y desapareció tras la puerta de casa.
— ¿Qué le pasa? – preguntó mi madre mientras yo terminaba de ponerme de pie.
— Me parece que está huyendo de mí… – y al ver la expresión de duda que adoptaba – Nada, cosas nuestras.
Mi madre frunció los labios y se alisó la falda, mirándome de arriba abajo. Yo volteé los ojos, seguramente estuviese juzgando mi aspecto; mi falda descolocada o mi blusa llena de hierba… Me llevé las manos a la cabeza e intenté poner un poco de orden en mis rizos rubios.
— Te he dejado encima de tu cama la ropa de mañana – me dijo de forma severa — ¡No la estropees!
— ¿Cuándo estropeo yo la ropa? – y al ver la mirada de advertencia que me lanzaba – Está bien, ni siquiera la miraré… pero, ¿qué pasa mañana?
— ¡Es Domingo! – contestó empezando a perder la paciencia – Iremos a la iglesia.
Esperé a que se hubiese dado la vuelta e hice una mueca. Ir a la iglesia… cuando me nombró la ropa nueva se me ocurrieron mil ideas más interesantes que ir a misa.
— ¡Mamá! – la llamé de repente.
Ella volvió a voltearse y me miró con los brazos en jarras. Por la cara que tenía, debía de estar harta de que la entretuviese.
— ¿Cómo es estar enamorada? – pregunté, repitiendo lo mismo que me había dicho María y sin saber muy bien porque se lo preguntaba a mi madre.
Ella suavizó su expresión y dejó que una sonrisa asomase por sus labios. Se acercó y me acarició el pelo de forma cariñosa.
El gesto me pilló desprevenida y me sorprendí. Mi madre no suele hacer cosas así; no es que sea una mala persona, pero las muestras de afecto digamos que las tiene contadas.
— Eso sólo lo podrás saber cuando te enamores de verdad. – me pellizcó el cachete y se alejó hacia la entrada.
Llevo lo menos dos horas intentando conciliar el sueño, pero la charla con María y las últimas palabras de mi madre no me dejan hacerlo.
Necesito expansionarme un poco… Y aunque la idea de acudir a la iglesia no me entusiasme demasiado, quizás sea una buena ocasión para “conocer mundo”.



Marisa cerró el diario y lo posó sobre la mesilla de noche. Lo que más raro le resultaba era leer cosas de María. Sabía que era absurdo, pero la imagen que siempre había tenido de ella era como su “yaya”, como una especie de abuela cariñosa y responsable. Le costaba imaginarse a una adolescente inmadura y llena de dudas.
Volvió a coger el diario y lo ojeó. La letra de Celia era similar a la suya… redondita y muy legible. Sonrió ante la coincidencia y pasó algunas páginas más, haciendo que algo cayese de entre las hojas hasta el suelo. Frunció el ceño y saltó de la cama para recogerlo. Era una vieja fotografía.
Tuvo que sentarse de nuevo a los pies de la cama porque sintió que las piernas le flaqueaban. El parecido entre ella y Celia –porque no dudaba que era Celia la chica de la foto— era asombroso. Los mismos ojos y las mismas facciones suaves. La forma de sonreír, la nariz… a excepción de por el pelo, que Celia lo llevaba a la altura de la barbilla y en bucles, se podía decir que se parecía a ella más de lo que nunca se había parecido a nadie.
Salía abrazada a un muchacho, sonriendo y con un brillo especial en la mirada. Muy pocas veces veía fotos en las que los protagonistas saliesen con una expresión tan feliz.
Él llevaba el pelo algo despeinado alrededor de la cara, era castaño y tenía la piel morena. Los ojos, de un color negro intenso, parecía que te pudiesen traspasar incluso a través de la fotografía… Pero por encima de todo eso, era guapo. Si se le cruzase por la calle, Marisa estaba convencida de que giraría la cabeza para mirarlo.
Dio la vuelta a la foto y miró el reverso. Solamente había escrito un nombre y una fecha:

Marcos.
Agosto de 1951.

Marcos.
Cada vez iba descubriendo más piezas del pequeño misterio que escondía aquél diario. Guardó de nuevo la foto y escondió el cuaderno en el cajón de sus camisetas. Sabía que aquel diario poco tenía que ver con un libro o una novela, y quizás fuese precisamente por eso, pero tenía la sensación de haberse implicado en la historia sin ni siquiera habérselo propuesto.

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