jueves, 18 de marzo de 2010

Capítulo 2: Celia

2

«Celia.»


A
poyó la cabeza contra el tronco del árbol bajo el que estaba sentada y cerró los ojos. Los obreros seguían montando su habitación, así que tuvo que salirse al jardín a esperar a que terminasen.
Podría quedarse dormida de un momento a otro, con el sol pegándole de lleno en la cara y con el ruido que estaba haciendo Lucía al saltar encima de los montones de hojas secas caídas de los árboles. Apretó con fuerza el diario contra su pecho y volvió a preguntarse acerca de Celia. No se había atrevido a encarar a María, aunque la curiosidad que sentía seguramente hiciese que al final terminase preguntándole al respecto.
— ¡Hola, chica nueva! – exclamó alguien desde algún punto del jardín.
Marisa abrió los ojos y miró hacia ambos lados con sorpresa. No había nadie allí excepción de su hermana, quién seguía jugando con las hojas sin preocuparse por nada más. Frunció el ceño e intentó localizar a Miguel, pero tampoco había rastro de su hermano.
Empezaba a pensar que todo había sido cosa de su imaginación, cuando la voz volvió a hablar.
— ¿Qué haces que tienes esa cara de aburrimiento?
Se empezó a mosquear y se levantó pegando un salto. Dio un rodeo sobre sí misma, intentando de ese modo localizar al dueño de la voz, pero de nuevo se encontró con que nadie las acompañaba en el jardín.
— ¡Eh! ¡Tchss! – siguió insistiendo – Aquí arriba, chica nueva.
Se volteó y alzó la cabeza. Tuvo que contener una sonrisa al encontrarse con el primo de Lara subido al árbol de la casa de al lado.
— ¿Acaso no te dijo tu prima como me llamaba? – preguntó alzando la barbilla.
— Seguramente… — se encogió de hombros y dejó escapar media sonrisa —, pero no lo recuerdo.
Marisa volteó la mirada y volvió a sentarse a los pies del árbol, sin apartar ni un segundo sus ojos de los de Jaime. Estaba convencida de que no podría durar mucho subido a las ramas y no quería perderse el momento de la caída.
— Por lo visto somos vecinos, chica nueva – continuó él.
— Es Marisa.
— ¿Qué?
— Que me llamo Marisa, no “Chica nueva”.
— Bueno, — contestó Jaime como si eso no fuese importante – pues ahora somos vecinos, Marisa.
— ¿Y tienes por costumbre espiar a tus vecinos desde la copa de un árbol?
— Yo no te estaba espiando – Jaime entrecerró los ojos y señaló a Lucía con el dedo – La estaba espiando a ella cuando vi que tú estabas aquí sentada.
— ¿Y qué tiene de interesante una niña de cinco años?
— Está saltando sobre las hojas – y mirando con aire nostálgico – Me encanta pisar las hojas del otoño…
— ¿Te habían dicho alguna vez que eres muy raro?
— Mi madre me lo repite cada día…
Marisa curvó los labios en media sonrisa y desvió la mirada hacia el diario. Jaime seguía mirándola desde la otra parte del muro que separaba los jardines y ella empezó a sentirse incómoda con el escrutinio. Nunca se había sentido a gusto cuando alguien la miraba con esa curiosidad… Intentó parecer indiferente y abrió el diario por la primera página. No pensaba leer con Jaime observando, pero necesitaba parecer ocupada en algo.
— ¿Qué es eso?
— ¿Qué es qué? – Marisa apartó los ojos de las páginas y le miró.
— Eso… ese libro. ¿Qué es?
— Tú mismo lo has dicho, un libro.
— ¿Tan antiguo? – arrugó la nariz y frunció los labios – Parecen un montón de hojas inservibles.
— ¿No te gusta leer? – preguntó ella con curiosidad.
— ¿Quién ha dicho que no me guste leer?
— “Parecen un montón de hojas inservibles” – contestó ella imitando el tono y la expresión de Jaime – Nadie que aprecie la lectura calificaría un libro de esa forma.
— Pero es que eso no es un libro.
Ella alzó una ceja de forma escéptica, pero no contestó nada. Volvió a mirar hacia el diario y respiró hondo. Claro que aquello no era un libro, pero eso no tenía nada que ver con que lo que estuviese escrito se pudiese o no se pudiese leer.
— ¿Te apetece hacer algo? – la distrajo él una vez más.
— ¿Hacer algo? – repitió Marisa — ¿Algo como qué?
— No sé… — se encogió de hombros – Dar un paseo, conocer la ciudad… Seguro que todavía no conoces ningún sitio interesante.
— ¿Y acaso tú sí? – preguntó con burla.
— Aquí donde me ves, soy uno de los tíos más enrollados de todo el colegio – y poniendo una mano sobre la comisura de los labios, del mismo modo que si fuese a hacer una confidencia – Pero no se lo digas a nadie, me gustaría mantener la imagen de pardillo y empollón que tengo entre mis compañeros.
Marisa soltó una carcajada y se puso de pie. No tenía muchas ganas de salir, pero Jaime le había caído tan simpático que estaba segura que iba a disfrutar enormemente de su compañía.
— ¡Epa! – exclamó al ver las intenciones de él de saltar el muro — ¿Adónde crees que vas?
— A buscarte – contestó con simpleza Jaime.
— ¿Saltando desde ese árbol a mi casa? – y moviendo la cabeza en gesto de negación – No creo que a mi padre le parezca bien algo así.
— ¿Y me vas a obligar a recorrerme todo mi jardín, salir a la calle y cruzar todo el tuyo hasta llegar a la puerta de tu casa?
— Eso es lo que haría una persona normal, sí.
— Qué pérdida de tiempo… — Jaime suspiró con resignación y desapareció.
Marisa esperó unos segundos con el corazón algo acelerado. ¿Se había caído? Agudizó el oído para ver si escuchaba algún quejido lastimero, pero al comprobar que no había nada raro al otro lado de la tapia se encaminó hacia la casa. Seguramente Jaime no tardaría ni cinco minutos en llamar a su puerta y lo mejor sería avisarle a su padre o a María de que iba a salir antes de que el muchacho apareciese.


Recorrió el escaso camino entre su casa y la de Marisa de una carrera. La verja de entrada estaba abierta, así que pasó al jardín sin necesidad de que nadie le abriese.
Había vivido toda su vida allí y la mansión contigua a su casa había permanecido siempre deshabitada. Recordaba la de veces que él y su prima habían intentado traspasar los muros cuando eran pequeños, pero cada vez que se encontraban a punto de hacerlo, alguno de los dos se echaba para atrás.
La casa imponía. Ahora que había gente viviendo allí quizás no tanto, pero Jaime siempre había encontrado un halo de misterio impresionante alrededor de ella.
— ¿Y tú quien eres? – preguntó alguien, haciendo que apartase la vista de la fachada de piedra.
Giró en redondo y se encontró con un crío de unos diez o doce años detrás de él, sosteniendo un balón y mirándolo con expresión arisca.
— Me llamo Jaime – se presentó él —, he quedado con Marisa…
— ¿Con quién? – preguntó, conteniendo una carcajada.
Por alguna razón que no llegaba a entender, al niño parecía haberle causado bastante gracia que hubiese quedado con ella. Jaime frunció el ceño y ladeó la cabeza, esperando a que el chaval dejase de reír.
— Perdona – se disculpó después de unos minutos —, pero me cuesta creer que mi hermana haya hecho amigos tan rápido.
— ¿Marisa es tu hermana?
— Por desgracia, sí. Yo soy Miguel – y señalando hacia la pequeña, que seguía enredando con las hojas – y ella es Lucía.
Miguel tiró el balón al suelo y de una patada lo lanzó hasta la otra punta del jardín.
— ¿Quieres jugar? – preguntó a la vez que empezaba a correr.
— No, gracias – Jaime se rascó la frente y dio un paso atrás – No se me da muy bien.
Miguel le miró, se encogió de hombros con indiferencia y se alejó hacia el extremo por el que había desaparecido el balón. Fútbol… bastante tenía con el del colegio como para encima ponerse a jugar en su tiempo libre.
Llegó junto a la entrada de la casa y antes de que tuviese tiempo de tocar el timbre, una señora abrió la puerta.
— ¿Jaime? – preguntó mirándolo de arriba abajo. Él se limitó a asentir con la cabeza – Pasa, ahora baja Marisa.
Sin poder evitar cierta incomodidad, pasó al interior de la mansión. Supuso que la señora que le había recibido sería la abuela de Marisa. No se parecían demasiado… pero tenía la misma ternura en la mirada que a veces descubría en los ojos de ella.
— ¿Así que eres el muchacho de la casa de al lado?
— Sí, pero nos conocemos del colegio.
— Ya me ha contado Marisa – y sonriendo de forma amable – Pero siéntate, ha subido a cambiarse de ropa y lo mismo tarda un rato.
— Estoy bien así, gracias.
Pero la mujer no le hizo mucho más caso, ya que algo al otro lado de la ventana llamó su atención. Se acercó para observar el jardín con más detenimiento y salió de la sala refunfuñando y a toda velocidad. Jaime se pegó al ventanal y comprobó que la niña pequeña parecía a punto de echarse a llorar a causa de algo que Miguel le estaba diciendo.
Se volteó y miró con curiosidad cada rincón de la habitación. Salvo por los muebles, que seguramente hubiesen traído de su anterior casa, la mansión era tal y como siempre se la había imaginado. Antigua, clásica y enorme. Los techos eran altísimos y de ellos colgaban viejas lámparas algo emperifolladas. Se preguntó cómo serían los salones más grandes si aquella pequeña minúscula sala parecía ya tan importante.
Escuchó pisadas bajando las escaleras y salió a recibir a Marisa al vestíbulo. Se había cambiado el uniforme del colegio por unos vaqueros y una sudadera. A diferencia de por la mañana, llevaba la larga melena recogida en una coleta y se había soltado las horquillas que amarraban su flequillo, haciendo que ahora le cayese de forma recta sobre la frente. El color azul de sus ojos resaltaba aún más cuando se peinaba de esa forma.
— ¿Qué me miras? – le preguntó ella cuando termino de bajar el último escalón.
— Nada… — carraspeó y dio un paso atrás – Tus ojos… son azules – ella frunció el ceño y contuvo una sonrisa. Aquella afirmación era demasiado obvia – Esta mañana me había dado la sensación de que eran verdes.
— Son azules – contestó a la vez que negaba con la cabeza – Siempre.
— Es lógico — continuó él más para sí mismo –, los ojos suelen ser de un solo color, no cambian dependiendo del tiempo…
— ¿Te encuentras bien?
— Claro, perfectamente – y esbozando una amplia sonrisa — ¿Nos vamos?
Marisa lo miró con algo de desconfianza, pero asintió y se adelantó hasta la puerta. El la siguió, reprochándose a sí mismo el comportamiento tan estúpido que estaba teniendo.


No recordaba haberse reído tanto en años, y mucho menos reírse por cosas tan tontas. Llevaban horas caminando, Jaime le había enseñado prácticamente toda la ciudad y le había hablado de cada compañero del colegio. En esos momentos, sentía como si en vez de dos días llevase viviendo allí dos años.
— ¿Y qué es lo peor del colegio? – hablaba mirando de frente a él, caminando hacia atrás y guardando un par de metros de distancia entre los dos – En mi otra escuela lo peor era el conserje – y volteando los ojos –. Se pasaba la vida persiguiéndonos a ver si nos encontraba en alguna falta.
— ¿Solías saltarte las reglas? – preguntó él alzando ambas cejas.
— Yo no… — arrugó la nariz y ladeó la cabeza – pero mi mejor amiga sí.
— ¡Ah! ¡Entonces has ido a conocer a la persona adecuada! – exclamó ampliando su sonrisa – A Lara no hay cosa que le guste más que cabrear a los profesores.
— Pero dime qué es lo peor del colegio – insistió ella.
— ¿Lo peor? A ver, no sé… Mi prima te diría que lo peor es Rebeca, pero Lara es una exagerada – entrecerró los ojos y pensó más a fondo – Lo peor creo que el fútbol.
— ¿Qué? – dejó caer la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada – Va, Jaime… que hablo en serio.
— ¡Y yo!
Le miró y fue reduciendo la sonrisa al comprobar que no bromeaba. Aunque no entendía muy bien… lo peor de un colegio no podía ser el fútbol. A lo sumo podía no gustarte, pero siempre tenías la opción de pasar de él y listo.
— ¿Cómo que lo peor es el fútbol?
— No me gusta el fútbol – contestó Jaime con simpleza.
— ¡Pero eso no es malo! Si no te gusta no juegas, pero no tiene porque ser LO PEOR.
— Las cosas no son tan sencillas.
Jaime aceleró el pasó y la adelantó. Marisa permaneció un par de segundos inmóvil, con la boca abierta y sin entender el cambio tan brusco que había pegado el humor de él.
— ¿Ocurre algo? – preguntó poniéndose a su altura. – Parece que te hubieses enfadado…
— No estoy enfadado. – respondió con tono arisco.
— Jaime – Marisa dejó de andar y le obligó a que también se detuviese — ¿Qué te pasa?
Vale que apenas le conocía, pero en todo lo que llevaban de tarde no había habido ni un solo momento en que su tono no hubiese sido jocoso. No entendía ese cambio tan repentino.
— Lo siento – respondió a la vez que se restregaba las manos por la cara —, no es contigo… Es que mañana se abren las inscripciones para el equipo del colegio.
— ¿Y…? – le animó a seguir.
— Y no me queda más remedio que apuntarme ¡Pero yo ODIO el futbol! – se revolvió el pelo y reanudó la marcha – Y encima se me da fatal.
— ¿Y por qué te apuntas entonces? – Marisa seguía sin entender donde encontraba lo horrible de la situación – Seguro que hay mil cosas que se te dan mejor y que encima te gustan, deberías…
— ¡No puedo apuntarme a otras cosas! – interrumpió Jaime sin dejar que terminase – Mi padre quiere que juegue al fútbol.
— Pero es tu padre el que quiere, no tú. Seguro que si le cuentas…
— No – la interrumpió una vez más —, llevo años intentando hacerle cambiar de idea y no me hace ni caso. Él jugaba al fútbol, sus hermanos jugaban, mi hermano el mayor también… y se supone que debo ser lo menos igual de bueno de lo que ellos eran.
— ¿Y mañana se abren las inscripciones?
Jaime asintió de forma pesada.
— Tendré que estar el primero para poner mi nombre en la estúpida lista.
— Estamos ya a mediados de octubre – apuntó Marisa — ¿Cómo es que no habéis montado el equipo hasta ahora?
— No sé – Jaime se encogió de hombros con indiferencia —, creo que por algo relacionado con el entrenador.
— Así que mañana salen las listas de inscripción… — repitió de igual forma que si hablase consigo misma.
Entendía a Jaime, pero no podía compartir su punto de vista con respecto al fútbol. Ella adoraba jugar… y había tenido la suerte de entrar al colegio a tiempo de apuntarse.
Una de las cosas que más le había costado dejar en Madrid había sido su antiguo equipo. Llevaba en él desde que tenía siete años y prácticamente lo más duro de todo el traslado fue creer que tendría que pasar un año entero sin practicar fútbol.
— ¿Por qué sonríes?
Se mordió el labio y le miró con algo de culpa.
— Por lo del fútbol…
— No entiendo que tiene que ver eso contigo.
— ¡Adoro el fútbol! – exclamó con entusiasmo — Para ti será un fastidio y todo eso, pero a mí no hay cosa que me guste más.
Pegó un salto y amplió su sonrisa. Todavía no podía creerse que tuviese la posibilidad de jugar con el colegio. Jaime, Lara, y ahora eso… estaba segura de que su primer día no podía haber ido mejor.
— Pero tú no vas a poder jugar.
Frenó en seco y borró automáticamente la sonrisa de su cara. No era la primera vez que alguien le decía algo así.
— ¿Y por qué no voy a poder jugar? – preguntó de manera desafiante – Por lo que me acabas de contar, te aseguro que soy una jugadora diez veces mejor que tú.
— ¡Bueno, bueno! ¡No te la tomes conmigo! – se defendió, alzando las manos por delante del pecho – Que no soy yo quién pone las normas. Nada me gustaría más que cederte mi puesto…
— ¿De qué normas hablas? – Marisa frunció el ceño y alzó la barbilla, aún con algo de desconfianza.
— Las chicas no pueden jugar – respondió de forma simple.
— ¡¿Qué?! – abrió la boca y ahogó un bufido — ¿Qué tontería es esa? Nunca había oído nada tan retrógrado. ¡Ni que viviésemos en el siglo pasado!
— No creo que sea por machismo.
Marisa alzó una ceja y lo miró de forma escéptica. A ella no se le ocurría otra razón por la que no dejasen jugar a las mujeres.
— Es que no tenemos equipo femenino – explicó Jaime – Ninguna chica quiere jugar, así que no hay equipo.
— ¡Yo sí quiero jugar!
— Pero tú acabas de llegar nueva.
— Bueno, ¡pues que monten el equipo ahora!
Jaime se echó a reír y ella cruzó los brazos por delante del pecho con fuerza, ofendiéndose por la actitud de él. No estaba precisamente para que la tomasen a chiste…
— ¡¿Quieres dejar de reírte?!
— Perdona, — dejó escapar media sonrisa y la miró – pero es que tienes cada idea… ¿Cómo van a montar un equipo para una sola persona?
Marisa entrecerró los ojos de forma desafiante.
— No lo sé, pero yo pienso jugar este año me digan lo que me digan.
Dio la conversación por zanjada y aceleró el paso adelantándose a Jaime. Como su padre solía decir, a cabezona no le ganaba nadie. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, no paraba hasta conseguirlo. Y no sabía cómo, pero pensaba entrar en el equipo de fútbol, aunque fuese formando parte del masculino.
— ¡Eh, guerrillera! – la llamó Jaime a sus espaldas después de unos minutos — ¡Qué te pasas de casa!
Se detuvo y miró la verja de la casa que tenía al lado. Era la suya… Cuando se volteó, Jaime la miraba con la cabeza ligeramente ladeada y con una sonrisa amenazando por asomar en sus labios.
— No me llames guerrillera – contestó ella, aún algo enfurruñada.
— ¿Y cómo quieres que te diga? Si pareces dispuesta a armar una guerra en el colegio…
No quería hacerlo, pero finalmente terminó sonriendo. Jaime había recuperado el ánimo de por la tarde y simplemente por eso, la pequeña disputa ya merecía la pena.
— No me llames guerrillera que entonces yo te llamo enano.
— ¿Y por qué enano? – preguntó intentando parecer intrigado.
— Pues porque eres un enano – Marisa hizo una mueca y se encogió de hombros – Un enano de primer curso…
— ¡Habló! ¡La madura de segundo!
Se echó a reír y abrió la verja del jardín. Estaba ya anocheciendo y lo mejor sería entrar en casa antes de que su padre se enfadase y la prohibiese salir en otra ocasión.
— ¿Nos vemos mañana?
— A primera hora en la parada del autobús – contestó ella con un guiño.
Esperó a que él se alejase hacia su casa y cruzó corriendo el pedazo de jardín que le quedaba hasta llegar a la puerta. Ahora que Jaime no estaba, las ganas de regresar a su habitación y empezar a leer el diario habían vuelto a ella de igual forma que si hubiese estado toda la tarde pensando en ello.
Saludó con un grito y subió directa a su cuarto. Habían tomado algo fuera, así que no tenía ganas de cenar. Lo que realmente quería era descubrir algo más acerca del misterio del diario… y sabía que la única forma de hacerlo era leyéndolo, preguntarle a María había quedado completamente descartado.
Se quitó las playeras pegando una patada y se dejó caer tumbada sobre la cama, sacando el viejo cuaderno de debajo de su almohada.



4 de Julio de 1951.

Hace calor. Un día de este calor pegajoso en el que parece que cueste hasta respirar.
A última hora de la tarde, aburrida de estar sin hacer nada, salí al jardín junto a María. Nos hemos acostumbrado a sentarnos allí a la hora del atardecer, es sin duda la mejor hora del día. El calor sofocante se calma un poco y la brisa del mar nos llega desde la playa, haciendo que el ambiente se empiece a refrescar.
— ¿Qué te pasa? – le pregunté, viendo que llevábamos casi media hora en silencio.
— ¿A mí? – me miró con extrañeza – Nada… ¿Qué me va a pasar?
— Pareces triste…
— ¿Triste? – su voz reflejaba sorpresa. Se apresuró a negar con la cabeza y esbozó una sonrisa, aunque el brillo no le llegó a los ojos – No podría estar triste.
Se soltó el moño que recogía su melena castaña y se tumbó mirando hacia el cielo. La observé durante unos segundos y la imité, María es una de las personas a las que mejor conozco… y en aquellos momentos, aunque se negase a reconocerlo, algo le pasaba. Respiré hondo y cerré los ojos, sabía que lo mejor era no presionarla. Si quería hablar lo terminaría haciendo por su propia voluntad.
— Celia... – abrí un ojo y me puse una mano sobre la frente a modo de visera. El sol a esa hora de la tarde hacia mucho más daño que durante el resto del día — ¿Puedo preguntarte algo?
— Claro – me incorporé un poco y la miré, sosteniéndome con los codos apoyados sobre la hierba.
— ¿Cómo es estar enamorada?
Cerré la boca y fruncí el ceño con confusión. No me hubiese esperado una pregunta de ese estilo ni en un año…
— ¿Estar enamorada? Pues no sé, María.
— ¿Qué se siente? – siguió insistiendo ella – Tú lo tienes que saber.
— ¿Y por qué lo voy a tener que saber?
Alcé las cejas y negué con la cabeza, indicándole que no tenía ni la menor idea de los sentimientos sobre los que me estaba preguntando.
Estar enamorada… lo único que conozco del amor es lo que leo en las historias románticas de algunos libros. No creo que eso me sirva para resolverle las dudas a María.
— ¡Pero tú eres mayor que yo! – se sentó sobre sus rodillas y me miró expectante, pensando que realmente podría hablar sobre el tema.
— No soy tan mayor – protesté.
María es solo dos años más pequeña, pero por alguna razón que no llego a comprender, me ve como un ejemplo a seguir, como si yo fuese una hermana mayor a la que pedir consejo. Aunque sinceramente, no creo que yo sea la persona más adecuada para resolver todas sus dudas.
— ¿Pero por qué tantas preguntas? – alcé una ceja y la miré con curiosidad — ¿De quién te has enamorado tú?
— ¡De nadie! – me contestó con la mayor rapidez posible.
Volvió a tumbarse sobre el césped y desvió la mirada. María empezó a sonrojarse y yo contuve una sonrisa. Estaba a punto de preguntarle acerca del chico que la tenía así, cuando mi madre salió de la casa y nos interrumpió.
— Vamos a cenar enseguida – nos anunció cuando llegó a nuestro lado –, lo mejor es que vayáis entrando al comedor.
María se levantó antes de que yo tuviese tiempo siquiera de sentarme, echó a correr y desapareció tras la puerta de casa.
— ¿Qué le pasa? – preguntó mi madre mientras yo terminaba de ponerme de pie.
— Me parece que está huyendo de mí… – y al ver la expresión de duda que adoptaba – Nada, cosas nuestras.
Mi madre frunció los labios y se alisó la falda, mirándome de arriba abajo. Yo volteé los ojos, seguramente estuviese juzgando mi aspecto; mi falda descolocada o mi blusa llena de hierba… Me llevé las manos a la cabeza e intenté poner un poco de orden en mis rizos rubios.
— Te he dejado encima de tu cama la ropa de mañana – me dijo de forma severa — ¡No la estropees!
— ¿Cuándo estropeo yo la ropa? – y al ver la mirada de advertencia que me lanzaba – Está bien, ni siquiera la miraré… pero, ¿qué pasa mañana?
— ¡Es Domingo! – contestó empezando a perder la paciencia – Iremos a la iglesia.
Esperé a que se hubiese dado la vuelta e hice una mueca. Ir a la iglesia… cuando me nombró la ropa nueva se me ocurrieron mil ideas más interesantes que ir a misa.
— ¡Mamá! – la llamé de repente.
Ella volvió a voltearse y me miró con los brazos en jarras. Por la cara que tenía, debía de estar harta de que la entretuviese.
— ¿Cómo es estar enamorada? – pregunté, repitiendo lo mismo que me había dicho María y sin saber muy bien porque se lo preguntaba a mi madre.
Ella suavizó su expresión y dejó que una sonrisa asomase por sus labios. Se acercó y me acarició el pelo de forma cariñosa.
El gesto me pilló desprevenida y me sorprendí. Mi madre no suele hacer cosas así; no es que sea una mala persona, pero las muestras de afecto digamos que las tiene contadas.
— Eso sólo lo podrás saber cuando te enamores de verdad. – me pellizcó el cachete y se alejó hacia la entrada.
Llevo lo menos dos horas intentando conciliar el sueño, pero la charla con María y las últimas palabras de mi madre no me dejan hacerlo.
Necesito expansionarme un poco… Y aunque la idea de acudir a la iglesia no me entusiasme demasiado, quizás sea una buena ocasión para “conocer mundo”.



Marisa cerró el diario y lo posó sobre la mesilla de noche. Lo que más raro le resultaba era leer cosas de María. Sabía que era absurdo, pero la imagen que siempre había tenido de ella era como su “yaya”, como una especie de abuela cariñosa y responsable. Le costaba imaginarse a una adolescente inmadura y llena de dudas.
Volvió a coger el diario y lo ojeó. La letra de Celia era similar a la suya… redondita y muy legible. Sonrió ante la coincidencia y pasó algunas páginas más, haciendo que algo cayese de entre las hojas hasta el suelo. Frunció el ceño y saltó de la cama para recogerlo. Era una vieja fotografía.
Tuvo que sentarse de nuevo a los pies de la cama porque sintió que las piernas le flaqueaban. El parecido entre ella y Celia –porque no dudaba que era Celia la chica de la foto— era asombroso. Los mismos ojos y las mismas facciones suaves. La forma de sonreír, la nariz… a excepción de por el pelo, que Celia lo llevaba a la altura de la barbilla y en bucles, se podía decir que se parecía a ella más de lo que nunca se había parecido a nadie.
Salía abrazada a un muchacho, sonriendo y con un brillo especial en la mirada. Muy pocas veces veía fotos en las que los protagonistas saliesen con una expresión tan feliz.
Él llevaba el pelo algo despeinado alrededor de la cara, era castaño y tenía la piel morena. Los ojos, de un color negro intenso, parecía que te pudiesen traspasar incluso a través de la fotografía… Pero por encima de todo eso, era guapo. Si se le cruzase por la calle, Marisa estaba convencida de que giraría la cabeza para mirarlo.
Dio la vuelta a la foto y miró el reverso. Solamente había escrito un nombre y una fecha:

Marcos.
Agosto de 1951.

Marcos.
Cada vez iba descubriendo más piezas del pequeño misterio que escondía aquél diario. Guardó de nuevo la foto y escondió el cuaderno en el cajón de sus camisetas. Sabía que aquel diario poco tenía que ver con un libro o una novela, y quizás fuese precisamente por eso, pero tenía la sensación de haberse implicado en la historia sin ni siquiera habérselo propuesto.

domingo, 14 de marzo de 2010

Capítulo 1


1

«Empezar de cero.»


M
arisa cerró los ojos y dejó que el agua de la ducha cayese desde su cabeza y resbalase a través de su espalda. Necesitaba la ducha matutina para conseguir que su cuerpo entrase en reacción, y más cuando el día se presentaba tan intenso como aquél.
Su padre llevaba días tildándola de exagerada y lo más probable es que tuviese razón. No era para tanto empezar de nueva en un colegio… pero por mucho que dijesen, no podía dejar de sentirse mal. Para ella, el más mínimo cambio ya suponía un gran esfuerzo; le costaba un mundo adaptarse a las nuevas situaciones y desde hacía unas semanas, se podía decir que su vida había sido un continuo cambio.
— ¡Marisa! – los porrazos al otro lado de la puerta hicieron que se le cayese la esponja de entre las manos — ¡Cómo no salgas en menos de dos minutos aviso a papá!
— ¡No te escucho! – canturreó a la vez que se agachaba.
Su hermano refunfuñó algo más y Marisa esbozó una sonrisa. Miguel era cinco años menor y la noticia del traslado le había caído aún peor que a ella. Era exagerado por naturaleza y a sus doce años, el haberse mudado de ciudad había supuesto poco menos que el fin del mundo. Encontraba pegas en cada rincón y se quejaba todo lo que podía y más. Apenas llevaban dos días en Santander, pero su hermano estaba consiguiendo que a todos les diesen ganas de regresar a la capital.
Salió de la ducha y se envolvió en un albornoz, enroscando su larga melena en una toalla.
— No voy a tener tiempo de desayunar, pesada – la recibió su hermano cuando ella salió del baño.
Miguel seguía esperando en el pasillo y la miraba con los brazos cruzados y con expresión ceñuda. Tenía el pelo castaño alborotado alrededor de la cara y los ojos aún legañosos. Le dedicó una última mirada hosca y se encerró pegando un portazo.
Marisa volteó los ojos y se encaminó hacia su habitación.
Aunque bueno, en algo tenía que darle la razón a su hermano. Era una auténtica lata disponer solamente de dos de los baños de la casa. Y no sólo se trataba de los baños… prácticamente la mitad de la mansión estaba en esos momentos inutilizable. La mudanza los había pillado por sorpresa a todos y su padre no había tenido tiempo de reformar la casa antes de ir a vivir a ella, por lo que tendrían que convivir con las obras hasta que estas terminasen.
Se trataba de una mansión que había pertenecido a la familia de su abuelo. Según este, principalmente la habían usado para pasar en ella los veranos, pero hacía lo menos cincuenta años que nadie la habitaba. Estaba situada en una de las zonas residenciales de la ciudad, con el mar de fondo y con un enorme jardín que la rodeaba. Si no fuese por el deterioro de los años sin usar, sería una casa de ensueño.
Entró en su habitación y se encontró con María, una prima de su abuelo que había vivido desde siempre con ellos, colocando su nuevo uniforme a los pies de la cama.
— Cariño, te dejo aquí esto – estiró con la mano una arruga que se había formado sobre la falda y se giró hacia ella – Está recién planchado.
— Gracias, yaya. — sonrió de forma amable y se sacó la toalla de la cabeza. María era lo más parecido a una abuela que había tenido, y en los últimos meses, se podía decir también que lo más parecido a una madre — ¿Dónde está Lucía?
— Abajo, con tu padre. Acaba de montar una pataleta porque no quería cereales de chocolate para desayunar.
Volteó los ojos y se sentó frente al viejo tocador que formaba parte del mobiliario de la habitación. Lucía era la menor de los tres hermanos, pero sin duda, a sus cinco años, era la que más carácter prometía tener en un futuro.
— Me ha dicho tu padre que a la tarde os traen vuestras cosas – continuó María a la vez que observaba con detenimiento la habitación – Supongo que estarás deseando tener todos tus muebles, ¿no?
Se encogió de hombros y comenzó a desenredarse el pelo. Sus antiguos muebles… Dudaba que quedasen demasiado bien en aquella casa. Y además, la habitación era perfecta tal cual estaba. Se podía decir que la mansión la había cautivado desde el primer momento, y muy especialmente aquél cuarto. Tenía algo… no podía explicarlo bien, pero cuando entró allí por primera vez, tuvo la sensación de regresar a casa. De regresar a su verdadero hogar.
— ¿En qué piensas, cielo?
— En nada – sacudió la cabeza y volvió a la tarea de desenredar los nudos de su pelo.
— Déjame a mí – le arrebató el cepillo de las manos y se colocó detrás de ella – Nunca se te ha dado muy bien esto de peinarte.
Curvó los labios en una sonrisa y se concentró en observar el reflejo de María a través del espejo del tocador. Era bajita y rechoncha, las arrugas se dibujaban de forma graciosa alrededor de sus ojos y de sus labios y aún conservaba ese brillo en la mirada que aparecía sólo cuando algo le interesaba realmente. No había llegado a conocer a ninguna de sus dos abuelas, pero dudaba que hubiesen sabido comprenderla mejor que María.
— No estés preocupada por el colegio – le dijo después de terminar con su pelo —, ya verás como consigues adaptarte perfectamente.
— Sabes que nunca se me ha dado bien adaptarme a nuevas situaciones.
— Nunca has tenido que adaptarte a nada – corrigió ella —, así que eso no lo sabes.
Quiso replicar algo, pero sabía que María tenía razón. En Madrid nunca tuvo la necesidad de cambiar de colegio, sus amigos eran los mismos desde que tenía 5 años y jamás habían tenido que hacer una mudanza. Hasta ahora… ahora era cuando se encontraba con que todo eso había cambiado de golpe.
— Venga, anímate – continuó María – Desde luego Celia, no conozco persona más negativa que tú…
Marisa frunció el ceño y la miró de forma curiosa.
— ¿Cómo me has llamado?
— ¿Cómo te voy a llamar? – preguntó con extrañeza – Pues por tu nombre…
— No, me has dicho Celia. — se volteó y la miró de frente. María se había quedado más blanca que la camisa que llevaba puesta. Se puso de pie y acortó un paso de distancia entre las dos — ¿Quién es Celia?
— Nadie – chasqueó la lengua y recogió la toalla mojada de forma apresurada – Habrá sido un despiste, no conozco a nadie que se llame así.
Y sin dejar tiempo a que Marisa insistiese más, salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Se rascó la frente y frunció los labios. No parecía que no conociese a ninguna Celia cuando la había llamado por ese nombre.
Marisa sacudió la cabeza y se acercó hasta los pies de la cama. Se le había ido el santo al cielo y al final terminaría llegando tarde el primer día de clase. Su hermano iba a matarla.


Se apeó del coche con una lentitud desesperante. Miguel resopló tras su espalda y su padre la miró con impaciencia, pero no por ello se dio más prisa en recoger todas sus cosas.
La entrada del colegio era un hervidero de estudiantes. De todas las edades y de todas las clases… Había un grupo de niñas de unos nueve años saltando a la comba en uno de los laterales del edificio, unas chicas de su edad sentadas en un banco y repasando lo que parecían ser los apuntes de alguna asignatura, niños pequeños de las manos de sus padres, un par de adolescentes esperando a alguien en la puerta de entrada… y mil grupos más.
Marisa no se veía capaz de encajar en ninguno de ellos.
Enredó un mechón de su pelo castaño en uno de sus dedos y empezó a jugar con él. Una mala costumbre; enredarse en el pelo cuando se ponía nerviosa.
— Más de media hora en coche desde que salimos de casa – protestó su hermano después de mirarse el reloj — ¿No podías habernos buscado un colegio más céntrico?
— Este es el mejor – contestó su padre por toda respuesta.
— Justamente enfrente de casa hay uno… — Miguel se colgó la mochila y miró el edificio con expresión de desagrado – Además, este tiene horario partido. ¡Es un horror tener clase mañana y tarde!
— Comeréis en el colegio – ayudó a Lucía a apearse y emprendió la marcha, sin hacer más caso a las quejas de Miguel.
— Sí, bueno… menudo alivio que es comer en el colegio. — contestó él con ironía – Quiero regresar a Madrid…
— ¡Qué pesado! – Marisa también se colgó su mochila y siguió a su padre. Su hermano solo estaba consiguiendo ponerla aún más nerviosa.
— ¿Acaso tú no piensas lo mismo?
— ¿Y qué más da lo que nosotros pensemos? – preguntó ella con un encogimiento de hombros – No tenemos más remedio que adaptarnos a todo esto.
— Pues menuda mierda.
— ¡Miguel! – su padre se volteó y lo miró de forma severa — ¡Cuida tus expresiones!
— ¿Es que ahora no podemos decir mierda?
— ¡Ya vale! – le advirtió antes de seguir caminando.
Marisa le lanzó una mirada suplicante y rogó porque Miguel no siguiese molestando. Lo que menos necesitaba era tragar con las protestas de su hermano y con el mal humor de su progenitor.
Llegaron hasta el hall y, después de despedirse de su padre, se separaron. Él se fue a acompañar a la pequeña hasta la zona de infantil, su hermano se dirigió hacia secundaria y ella siguió por el pasillo que comunicaba con bachiller.
No recordaba cómo había sido su primer día de colegio, pero estaba segura de que no lo había pasado tan mal. Todo es siempre más sencillo cuando se es una niña.
Torció a la derecha y desembocó en un pasillo atiborrado de gente. Unas cuantas miradas curiosas se posaron en ella y por un momento deseó ser invisible. Tiró del borde de su falda hacia abajo, de repente tenía la sensación de que era exageradamente corta, y aflojó ligeramente el nudo de su corbata. Respiró hondo y siguió caminando, intentando convencerse a sí misma de que realmente no la estaba mirando todo el mundo.
— No les hagas mucho caso. Es ver a alguien nuevo y quedarse como tontos.
Tardó un par de segundos en comprender que aquella voz se estaba dirigiendo a ella. Torció la cabeza hacia el lugar del que procedía y se encontró con una chica más o menos de su edad mirándola con curiosidad. Estaba sentada en un banco junto a una de las puertas, con las piernas cruzadas al modo indio y con una sonrisa divertida dibujada en su rostro. Sin duda, su aspecto era el que más desentonaba con el ambiente que reinaba en el colegio.
Tenía el pelo corto, despuntado y de un color rojo demasiado intenso. Sus enormes ojos oscuros contrastaban con su cara menuda y su sonrisa infantil le daba un aire inocente a su expresión. Llevaba la falda más larga que cualquiera de las otras chicas y el nudo de la corbata prácticamente colgando, las mangas del jersey le tapaban hasta mitad de la mano y tenía los calcetines encogidos a la altura del tobillo. Parecía dispuesta a desentonar todo lo que le fuese posible.
— Soy Lara – y mostrando una sonrisa de aprobación – Me gusta tu pelo.
— Gracias… — se rascó la frente y trató también de sonreír – Yo soy Marisa.
Se quedó observándola durante unos minutos. Se había quedado sin saber qué decir y eso hacía que se sintiese como una estúpida.
— ¿Eres nueva por aquí? – y antes de que Marisa tuviese tiempo siquiera de abrir la boca, ella misma se contestó a la pregunta – Menuda tontería… ¡Claro que eres nueva! No te había visto antes y en el colegio nos conocemos todos desde siempre… — volvió a mirarla y se hizo a un lado en el banco – Siéntate si quieres.
— Gracias – volvió a repetir una vez más.
— ¿Y cómo es que vienes con el curso ya empezado?
— A mi padre le trasladaron en el trabajo – explicó a la vez que paseaba la vista por cada uno de los estudiantes que había en el pasillo – El periódico para el que trabaja a abierto aquí una sucursal y le han enviado como director.
— ¿De dónde eres? – preguntó con curiosidad.
— De Madrid.
— Vaya… has tenido que notar cambio entre las dos ciudades.
— Un poco, la verdad – la miró y esbozó media sonrisa – Aunque tendrías que escuchar a mi hermano, parece que le hayamos traído al fin del mundo…
— Este colegio ESTÁ en el fin del mundo.
Se mordió el labio y volvió a desviar la vista, aprovechando el silencio en el que se habían sumido para observar con detenimiento al resto de sus compañeros.
Lo que más llamó su atención fue un grupo de cuatro chicas que estaban en la otra punta del pasillo. Se reían de algo que la más bajita de todas había comentado, tenían sus uniformes pulcramente colocados y por encima de todo, destacaban más que cualquier otra cosa. Era como si hubiese una especia de burbuja alrededor de ellas que las separaba del resto de estudiantes.
— ¿Has visto “Chicas malas”?
La pregunta de Lara la pilló tan desprevenida que tuvo que hacer un gran esfuerzo por ponerle sentido a sus palabras. Cuando finalmente comprendió que se refería a una película, frunció el ceño y asintió levemente.
— Pues ella es nuestra Regina George particular – continuó, señalando hacia el grupito que Marisa había estado observando.
— ¿Quién de las cuatro? – preguntó con una risita.
— La rubita, la más alta – y tras voltear los ojos – Dios… es insoportable.
Marisa volvió a reír y miró de nuevo hacia ellas. Ahora que se fijaba bien, saltaba a la vista quien era la que llevaba el mando. Sin poder evitarlo, la imagen de su mejor amiga vino a su mente. Físicamente tenía bastante parecido con aquella chica, y tenía que reconocer que en cuanto a popularidad tampoco andaba del todo mal…
Ella nunca había sido muy dada a llamar la atención o a destacar por encima de los demás, pero tenía que reconocer que en su antiguo colegio todo el mundo la conocía. Puede que simplemente fuese por ser la amiga de Ana, pero lo cierto era que estaba entre las más populares del curso.
— ¿Cómo se llama?
— Rebeca. Rebeca Casuso.
Antes de que pudiese decir algo más, un muchacho se acercó a ellas y se sentó a su lado.
— ¿Ya estás destilando tu veneno contra Rebequita?
— ¿Desde cuándo yo destilo veneno? – contestó Lara a la vez que alzaba una ceja de forma graciosa.
— Desde que aprendiste a hablar…
Marisa rió ante ese comentario y el joven se percató de su presencia. Tenía el pelo claro y los mismos ojos negros que Lara. Era atractivo… aunque él parecía no ser consciente de eso.
— Jaime mi primo, Marisa la nueva – presentó la pelirroja, pasando el brazo de uno a otro.
— Marisa la nueva… — repitió ella casi para sí misma – Supongo que durante unos meses todo el mundo me llamará así.
— Más bien di durante todo el curso – matizó Lara – O al menos, hasta que aparezca otro “nuevo”.
— Eres de un delicado… — la reprendió su primo. Se giró hacia Marisa y suavizó la expresión – Si alguna vez esta pringada te llega a molestar, me buscas y la pongo en su sitio.
— ¡Serás idiota! – Lara le pegó una colleja y él sacó la lengua de forma burlona justo antes de levantarse y de alejarse a través del pasillo. – Ni caso… — continuó diciendo cuando se quedaron solas – Es un pardillo de primero.
— Parece simpático…
— Es mi primo – contestó con un guiño, como si eso explicase cualquier cosa.
Marisa sonrió y ambas se levantaron al ver que el pasillo empezaba a vaciarse. Lara la guió hasta la clase y se las ingenió para convencer al muchacho que se sentaba a su lado de que dejase el asiento libre. Ella intentó oponerse, no quería llegar y encima avasallar, pero ni al chico pareció importarle ni la pelirroja parecía dispuesta a ceder. Así que desistió y se acercó hasta la mesa de la profesora para entregar unos papeles que le habían dado en secretaría el día anterior.
Podía notar las miradas de toda la clase fijas en ella y se reprochó el no haber entrado antes de tiempo. Se hubiese ahorrado el paseo por la tarima.
— ¡Ah, sí! ¿Eres la chica nueva? – exclamó la profesora después de que le hubiese entregado los informes – Ven, que te presento.
Y la obligó a situarse frente a toda la clase. La curiosidad de sus compañeros creció por momentos y ella se puso aún más nerviosa de lo que había estado en toda la mañana. La falda volvió a parecerle corta y la corbata de nuevo la ahogaba. Puede que no la mirasen con más interés que antes, pero ahora no tenían porque disimular y podían clavar sus ojos en ella de lleno. Resultaba realmente incómodo.
— ¡Un poco de atención, chicos!
Marisa se mordió el labio inferior y desvió la mirada hacia el suelo. Lo que menos necesitaba era más atención todavía.
— Bueno, ya os había avisado de que esta semana iba a empezar una alumna nueva. — se colocó detrás de ella y posó las manos sobre sus hombros – Ella es Marisa… – y tras revisar uno de las hojas de encima de su mesa – Marisa Secades. Acaba de mudarse de Madrid y… — se interrumpió y la miró con una sonrisa – Pero mejor que se presente ella misma.
Los ojos se le abrieron de forma exagerada y sintió que toda la sangre de su cuerpo se agolpaba en sus mejillas. No podía creer que fuesen a hacer que hablase en público. Respiró hondo y se tomó unos minutos antes de decir nada, observando ella a la clase. En la tercera fila reconoció a Rebeca, sentada junto a otra de las chicas que había visto en el pasillo y con las otras dos en los pupitres de la fila de detrás. La más morena de las cuatro empezó a reír por lo bajo y a ella le entraron ganas de esconderse debajo de la mesa. Se sentía igual de incómoda que en las actuaciones de fin de curso.
— Pues… — carraspeó y se decidió a hablar antes de terminar pareciendo idiota – ya habéis oído, me llamo Marisa y antes vivía en Madrid. Nos mudam…
Pero no pudo seguir hablando porque la puerta de clase se abrió de forma estrepitosa. Un joven entró cargando una escalera y lo que parecía un fluorescente. Sonrió a modo de disculpa y prácticamente la mitad de la clase perdió el interés en lo que Marisa pudiese decirles. La mitad de la clase perteneciente al género femenino, más concretamente.
— Siento la interrupción, Encarna – se disculpó el muchacho – Pero Eusebio me ha pedido si podía venir a cambiar la luz.
— No importa – contestó ella con resignación —, ya que has interrumpido pasa.
Marisa se quedó inmóvil en la tarima observando al joven. No sabía quién era, pero incluso la tal Rebeca parecía interesada en él. Calculó que tendría unos veintitantos años, era alto y parecía estar en forma. No es que fuese tremendamente guapo, más bien era un chico corriente, pero tenía un encanto natural que hacía que más de la mitad de la clase le estuviese mirando en esos momentos.
Cerró la puerta de una patada y sin dejar que se le resbalase el fluorescente de debajo del brazo, se acercó a donde se encontraban ella y la profesora. Tenía el pelo corto y oscuro y los ojos de color castaño. Como le había parecido en un principio, un chico resultón, pero no hasta el punto de dejar a todo el mundo con la boca abierta.
— ¿Me dejas? – le preguntó a Marisa a la vez que guiñaba un ojo.
Ella se apartó de un salto y a punto estuvo de dar un traspiés y caerse de la tarima. Agradeció enormemente no ser el centro de atención en aquellos momentos… Dio media vuelta y regresó junto a Lara antes de que Encarna volviese a recordar su presentación. Tenía claro que no pensaba contar su vida mientras el chico de los recados cambiaba una bombilla.
— ¿Quién es ese? – le preguntó a su compañera, agradeciendo que ella no estuviese tan embobada como las demás.
— Lucas – contestó Lara con simpleza.
— Lucas… ¿qué? – y al ver la expresión de desconcierto con la que la miraba — ¿Qué hace?
— No sé… — arrugó la nariz y miró hacia él con la cabeza ladeada – Un poco de todo. Oficialmente conduce el autobús, pero se pasa el día en el colegio – y mirando a Marisa de forma perspicaz — ¿Te ha gustado?
Ella volteó los ojos – Por lo visto le gusta a todo el mundo…
Lara soltó una risita y se tapó la boca con ambas manos.
— Parecen aún más idiotas, ¿no crees? – dijo mirando directamente al grupo de Rebeca.
Marisa asintió y contuvo las ganas de echarse a reír. No le gustaría nada tener la cara de boba que tenían ellas en aquel instante.
Entonces Rebeca se levantó y con la excusa de tirar algo a la papelera, se acercó hasta Lucas. Susurró algo cuando pasó por su lado y el curvó los labios en una sonrisa. Encarna les lanzó una mirada severa y ella le dedicó un guiño antes de regresar a su asiento.
Marisa intercambió una mirada con Lara. Definitivamente, esperaba no llegar a comportarse nunca de forma tan ridícula.


Entró en su habitación y se tiró encima de la enorme cama. El día no había resultado tan terrible como había esperado en un principio, más bien al contrario. Si alguien le hubiese contado que terminaría congeniando con una persona como Lara, no lo hubiera creído. Tenía un carácter completamente contrario al suyo, pero pese a eso, parecían haber encajado bastante bien.
Bostezó de forma sonora y se levantó. El cuarto estaba lleno de cajas en las que tenía guardadas todas sus cosas. Los libros, las fotos, los peluches, los Cds, ropa… Debían de haberlas traído durante el trascurso del día, mientras ellos se encontraban en el colegio. Se agacho junto a una de las cajas y la abrió, pero antes de empezar a desempaquetar, se dio cuenta de que aún no habían terminado de desmontar los viejos muebles de la habitación. Habían sacado la cómoda y el tocador, pero la cama y un viejo sillón aún seguían en su lugar. Se asomó a la ventana y descubrió a los obreros descargando el camión de la mudanza, su padre les estaba dando alguna orden y su hermano molestaba con sus habituales protestas. Se preguntó que habría hecho con las cosas viejas…
Y entonces recordó algo. Los ojos se le abrieron como platos y se golpeó la frente. Había dejado su libro preferido sobre la antigua cómoda. Dio un rodeo sobre sí misma y echó un vistazo rápido. Ni rastro del libro.
Resopló y salió del cuarto, rogando para que no lo hubiesen tirado a la basura. Ese libro había sido de su madre, y le tenía más cariño por eso que por la historia que contaba.
— ¡Yaya! – se asomó a la barandilla de la escalera y llamó a María desde allí arriba — ¿Has visto mi libro?
— ¿Qué libro? – preguntó ella, también gritando para hacerse escuchar.
— El que estaba sobre los muebles viejos, ¿qué han hecho con ellos?
— Creo que están en el desván.
El desván… Ahogó un sollozo y se encaminó hacia la trampilla que conducía a las escaleras del desván. No soportaba los desvanes; había polvo, arañas y ratones. Y ella odiaba esas tres cosas.
Cuando entró, no pudo evitar un estremecimiento a causa de la gruesa capa de polvo amontonada por todos los rincones. Aquello tenía que ser un criadero de gérmenes… Arrugó la nariz y buscó sus muebles, el libro tenía que estar junto a ellos.
Se detuvo un instante para observar con detenimiento la enorme habitación. Había todo tipo de objetos. Armarios viejos, percheros, mesas, baúles, estanterías, antiguos juguetes… Estiró un brazo y deslizó la mano por encima de una apolillada muñeca de porcelana. Había lo menos una docena de muñecas sobre aquella cómoda. Se sentía igual que si hubiese vuelto cincuenta años atrás en el tiempo. Los muebles, la ropa… Puede que nunca le hubiesen gustado los desvanes, pero desde luego, tenía que reconocer que aquél lugar tenía algo mágico.
Siguió avanzando y llegó hasta un escritorio que se encontraba pegado a la pared derecha de la buhardilla. Pasó una mano por la superficie de la mesa y descubrió que tenía uno de los cajones ligeramente entornado. Se inclinó un poco y sin poder contener la curiosidad, terminó de abrirlo por completo. Dentro había una especie de libro o cuaderno, con las cubiertas desgastadas y con olor a cerrado. Lo cogió con cuidado y pasó la manga del jersey por encima de la superficie, limpiando de ese modo la capa de polvo que lo cubría.

“Celia Secades”

El nombre grabado en la tapa hizo que se sorprendiese casi más que si hubiese encontrado su propio nombre. Celia… No era necesario pensar demasiado para adivinar que se trataba de la misma Celia que María había nombrado por la mañana.
Sin perder más tiempo, lo abrió y buscó la primera hoja que estuviese escrita.
Se trataba de un diario.


3 de Julio de 1951.

He vuelto a discutir con mamá.
Otra vez.
Creo que ya es la tercera de esta semana y no sé si podré seguir así por mucho más tiempo. No me gusta pelearme con ella, hace que me sienta mal… es una de las cosas que menos me gusta hacer, pero últimamente saltamos a la mínima.
Quiero salir de aquí. Las paredes de la mansión empiezan a ahogarme y no entiendo porque no puedo salir siquiera a dar una vuelta. No me voy a perder… Llevamos en Santander más de dos semanas y lo único que he hecho es pasear por el jardín. Me conozco cada árbol de memoria… es desesperante.
Ayer Carlos salió con papá antes de que amaneciese y no volvieron hasta media tarde. Mi madre dice que fueron a pescar, ¿por qué no me llevaron? Seguro que la pesca es mucho más entretenida que hacer ganchillo… No entiendo qué tiene de ventajoso veranear en una ciudad costera si lo único que ves de la costa es el trozo de mar que se divisa desde la ventana de tu habitación.
Pero bueno, afortunadamente María está con nosotros. No sé que hubiese sido de mis vacaciones si ella no llega a venir… Nos costó bastante convencer a la tía de que la dejase. ¡Tres meses sin ver a su hija! Según ella, eso era mucho más de lo que una madre podía separarse… Es una exagerada. María está disfrutando más que nadie y nosotros estamos encantados de tenerla en la casa…


Marisa apartó los ojos del cuaderno y miró hacia el frente. María… no era necesario hacer muchos esfuerzos para comprender que la María del diario era la misma María que había vivido siempre con ella.

Prólogo


E



staba a un par de calles del punto de encuentro habitual y pese a que iba bastante bien de tiempo, sus piernas se aceleraron como por un impulso y echó a correr a través de los transeúntes. Sentía la urgencia creciendo en su estómago… algo que le ocurría cada vez que se citaba con ella. No importaba que la hubiese visto esa misma mañana o que el día anterior lo hubiesen pasado juntos, la necesidad de tenerla a su lado superaba siempre cualquier otra cosa que pudiese sentir.
Se detuvo cuando el aire comenzó a faltarle y apoyó las manos sobre sus rodillas, flexionando el tronco y agachando la cabeza. Posó la vista en sus viejos zapatos, casi agujereados, y en sus pantalones desgastados y recordó, una vez más, las innumerables diferencias que había entre ambos. Distintos ambientes, distinta educación, distintos ideales… se podía decir que él no encajaba en su mundo y que ella tampoco podía hacerlo en el de él, pero lo único cierto era que ambos sentían que sin el otro nada tenía sentido.
Respiró hondo y poco a poco fue recuperando el aliento hasta conseguir respirar de nuevo con normalidad. Se irguió y terminó de torcer la esquina que le faltaba para llegar al pequeño descampado que había al final del puerto. Él siempre era el primero en llegar… era como una especie de rutina. Llegaba y se sentaba a esperar unos diez minutos, justo el tiempo que tardaba ella en aparecer. Y ese día no iba a ser diferente… Se sentó en el mismo banco de cada tarde y cerró los ojos, dejando que el sol pegase de lleno sobre su rostro. Le encantaba el sol… le hacía sentir más vivo. Y le encantaba la tranquilidad de aquella zona. Quizás por eso había sido siempre el lugar que elegía a la hora de los encuentros. El sonido de las gaviotas volando por encima del mar, las olas rompiendo contra el embarcadero, la claridad del sol… siempre conseguía Después de que pasase un rato, se levantó con nerviosismo y metió la mano en el holgado bolsillo de su pantalón. Sacó un viejo reloj que había heredado de su abuelo y miró la hora. Se estaba retrasando más de lo normal…
Intentó convencerse de que nada estaba pasando. Tenía que calmar sus nervios… Ella no vivía cerca y tenía que hacer el trayecto desde su casa hasta ahí a pie. Era lógico que en algunas ocasiones tardase más de la cuenta.
Entonces, el sonido del motor de un coche llamó su atención. Irguió la cabeza por instinto y agudizó el oído. No conocía a nadie de esa zona de la ciudad que tuviese coche. Aquello no Esperó unos segundos y otro joven, más o menos de la misma edad que él, apareció al fondo del descampado. Sintió como se le cortaba la respiración cuando avanzó lo suficiente como para poder reconocerlo. Tomó aire e hizo fuerza por sostenerle la mirada. Los fríos ojos azules, que contrastaban con los suyos propios, parecían traspasarle de igual forma que lo haría la hoja de una navaja.
- ¿A qué has venido? – alzó la barbilla de forma desafiante y entornó la mirada. Estaban en su terreno, en su ambiente, y no iba a permitir que nadie se creyese con derecho de pasarle por encima; por mucho dinero que pudiese tener…
El otro muchacho, sin reducir ni una pizca la hostilidad de su mirada, se limitó a extender el brazo y a mostrarle una especie de cuaderno. Lo reconoció al instante y sintió como la rabia iba creciendo a cada segundo. Rabia, frustración, miedo, angustia… demasiados sentimientos como para ser capaz de poder controlarlos todos.
Era su diario… no sabía cómo había conseguido hacerse con él, pero que se trataba del diario de ella era algo de lo que estaba seguro. Se había pasado tardes enteras viendo cómo escribía en él… e incluso habían llegado a leer juntos algún fragmento. Por un momento sintió verdadero pánico. Podían haberlos encontrado paseando de la mano, abrazados o incluso besándose y no hubiese sido peor leer esas páginas. En esas hojas se revelaba mucho más que lo que una simple imagen podía mostrar…
Con la mayor rapidez que le fue posible, estiró su brazo e intentó arrebatarle el cuaderno, pero no llegó a tiempo y su oponente se lo guardo de forma apresurada en el interior de su chaqueta.
- No tienes ningún derecho… - intentó con todas sus fuerzas que su voz no temblase al hablar. Ante todo, tenía que mostrar seguridad - ¡Eso es íntimo!
- Íntimo y personal – repitió casi con sorna - ¿Sabías que habla casi más de ti que de ella en su diario? – y mostrando su desprecio en el tono de voz – Resulta patético.
Apretó los labios con fuerza y se mordió la lengua. No podía perder los papeles… No si quería conseguir algo después de aquél encontronazo. Porque no conocía demasiado a su familia, pero los veía capaces incluso de hacer algo que la perjudicase a ella de forma directa. Y por encima de todas las cosas, tenía que salvarla. Tenía que hacer todo lo que estuviese en sus manos para volver a tenerla de nuevo a su lado… porque sin ella, todo lo demás perdía importancia.